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capítulo 57 (comentario)

texto: capítulo 57

El que vive anclado en el mundo, en él tiene su casa y su vida. Si se le saca del mundo, se muere, porque no concibe nada fuera de él. La seguridad es su mayor tesoro, por eso guarda lo que necesita y lo que no necesita, para que nada ni nadie pueda expulsarle de su casa, el mundo, que le da la única vida que él puede conocer. Pero el caminante no tiene su casa en el mundo. Pasa a través de él, porque el mundo es su camino, pero no acampa en el mismo sitio más de una noche, está cerca de quien se le acerca y lejos de quien se le aleja, y no se desvía del Camino aunque se le llame con señuelos seductores.

Cuando el caminante se agota, se carga al hombro un abrigo para las noches de frío, acepta comida y la guarda para no pasar hambre en los tramos desérticos, llena un recipiente de agua para no pasar sed, y tanto más seguro camina, tanto más peso ha de llevar, y, cuando su agotamiento le derriba, se siente llamado a reposar en una hospedería. Una pared que no puede ser bordeada se levanta ante él. Entonces deja su abrigo, su comida y el agua, para poder subir por ella. Los infortunios son su mayor bendición, le despojan de su seguridad y le impulsan a seguir en el Camino.

El horizonte siempre está lejos; caminar hacia él, sin otro objetivo, sería un empeño inútil. Pero el caminante no busca un destino para sí mismo; eso es lo que hacen los hombres del mundo; el caminante es Luz, es el testigo que sirve de referencia a todos los que buscan salir del acomodo y emprender el Camino. Y la llamada del caminante es el Amor. Por Amor, el caminante agota su cuerpo y pierde su vida, entrega su cuerpo para que la Luz de la que da testimonio nunca se apague. Llegada la hora, cuando el mundo no tenga otro remedio que apagar su Luz quitándole la vida, otros continuarán.

texto: capítulo 57

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