KYRIE ELEISON

     

ESPÍRITU

   

 

      E

libro 2 - capítulo 17


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  Llegados a este punto, el Espíritu calla, se retira y me deja en la soledad de mis conocimientos sobre Dios, el cosmos, el bien y el mal. ¡Tantas cosas hubiese querido explicar inmediatamente porque entiendo que son inspiración de lo alto y no fruto de mi inteligencia! Pero no tengo fuerzas para ello: parece como si el Espíritu no estuviera conmigo. Y yo levanto mis oraciones al Padre silencioso sin conseguir romper su silencio. Y leo y releo las sagradas escrituras, y entendiéndolo todo, no entiendo nada porque no se enciende en mí el impulso del Amor.
Entonces este libro deja de tener sentido, y la sabiduría que el Espíritu me inspiró se vuelve contra mí cerrando mis ojos y endureciendo mi corazón. Y vuelvo a dirigirme hacia lo alto: “¡Padre, yo ya no quiero saber ni comprender, sólo quiero tu compañía!”
Y hay más sabiduría en esta plegaria, que en todo lo que yo haya podido escribir sobre Dios, incluso para magnificarle.

Cuando las cosas se atan en la razón, se desatan en el corazón. El ateísmo nació desde el preciso instante en el que el hombre creyó haber conseguido demostrar la existencia de Dios. Dice el Señor: “¡Bendito seas, Padre, porque estas cosas se las has ocultado a los sabios y se las has revelado a los humildes de corazón!”
Quien cree verlo todo claro, vive en la oscuridad. Las cosas buenas están siempre a nuestro alcance, mas cuando queremos poseerlas, las perdemos. ¿Cómo conocer sin perder la conciencia de ignorancia y entender sin perder la humildad?
Dios no me abandona, pero tampoco se me hace presente en mis caminos de vanidad. El Espíritu siempre me habla, pero sus planes me inoportunan porque no satisfacen mis ansias humanas: Su silencio es a veces más elocuente que sus palabras.
Mi Padre piensa en mí y escucha mis oraciones. Cuando estoy triste y me siento solo, percibo su presencia más que la de cualquier otra cosa. Cuando me siento pleno, simplemente sé que está cerca. Pero cuando mi soledad procede precisamente de mi plenitud en la vanagloria, ¿quién me acompañará?
En toda gran Verdad siempre hay una paradoja, y la dirección que llevaba mi mente en el proceso de este segundo libro apuntaba más a la coherencia resuelta que a la paradoja sugerente.

Dios llena lo hueco de nosotros mismos. Si todo está resuelto, aunque no fuera más que en nuestro talante, ¿dónde se ubicará para transformarnos? Quizá, la culminación en la tierra de la íntima unión entre el Padre y el Hijo, más que en sus milagros y sus palabras llenas de Verdad, esté en aquella exclamación: “¡Elí, Elí! ¿lemá sabachtaní?”