KYRIE ELEISON

     

ESPÍRITU

   

 

      E

libro 3 - capítulo 16


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  El Amor entre el Cielo y la tierra es el símbolo del Amor entre Dios y el género humano. Si el hombre tiene capacidad para amar a Dios sobre todas las cosas, cualquier amor idealizado que no sea éste le impedirá realizarse en toda la potencialidad de su ser, y vivirá siempre en la insatisfacción y en la búsqueda infructuosa.
La tierra, para con el Cielo, se comporta como una mujer presuntuosa que, sintiéndose tan bella y atractiva, rechaza al hombre que realmente la ama y se entretiene en cambio robando corazones por pura vanidad. Se mira al espejo y se regocija pensando que puede alcanzar todo aquello que ella se proponga.

El Señor no nos enseñó a orar diciendo: ‘llévanos a tu Reino’, sino “venga a nosotros tu Reino”. Cuando dos cosas se aman se ordenan en la resonancia, resuelven el tiempo que les separa buscando la sincronía. El salto trascendental del cosmos al Cielo parte de la sincronía, es decir, de la presencia del Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia de Cristo.
De Dios es el espíritu de cada cosa del cosmos, de donde le viene su capacidad de sentir, impulsarse y ordenarse. Por eso Dios conoce cada cosa, y no en un conocimiento pasivo, sino activo. El mundo se ordena de lo bajo hacia lo alto, y Dios lo ordena de lo alto hacia lo bajo. Y lo ordena por medio del Amor.
El cosmos asciende en el orden denso de la coherencia: todo efecto tiene su causa. El Cielo desciende en el impulso libre. Dios está en cada cosa que sucede, pero no en el sentido ascendente de “causa efecto”, sino en un sentido descendente de impulso libre que nace del infinito Amor. Porque la providencia divina no es un determinismo, sino un contenido nuevo para aquello que ocurre. Y este contenido nuevo es a su vez un orden nuevo al que, adhiriéndonos, cumplimos la voluntad de Dios poniéndonos en sincronía con el Orden celestial.
Y si todo lo que sucede en el cosmos tiene un sentido divino, también todo lo que tenga sentido divino puede ser suscitado en el cosmos mediante la oración. Porque la oración es adherencia al Orden celestial, que es proyectado en la tierra, y le da realidad a ese nuevo orden cósmico superior descendente que se impone al orden cósmico inferior ascendente de causa efecto, al vencerle con el poder del impulso.

El mayor error de la sabiduría humana es similar al de la mujer presuntuosa: Se niega a tomar conciencia de que la belleza de ella sólo puede adquirir su toda plenitud en la mirada del hombre que realmente la ama.
El ser humano se mira al espejo y se ve inteligente. A partir de ese acto de vanidad nacen todas las teorías que reducen la creación al cosmos: Se trata considerar que en el mismo cosmos culmina, de manera progresiva, todo el proceso ascendente de búsqueda de la plenitud del ser: ‘Nada superior nos eleva, nos elevamos nosotros mismos’. En este acto de vanidad, el hombre no mira hacia arriba, sino hacia abajo, porque por encima de él no hay nada, sino ese escalón que él mismo sea capaz de construir. Y cuando el impulso cósmico del hombre es descendente, vive en el Temor, porque abajo sólo está el caos. Y el impulso descendente tanto en el espíritu como en el orden cósmico se corresponde con el impulso del Mal, que redirige la elevación del hombre al margen de su propia naturaleza.
Algunos incluyen a Dios en el cosmos identificándolo con la unidad del “todo cósmico”, y otros lo excluyen por completo. No existe otra unidad cósmica que la del “ser sin nombre” que huye de su unidad para reencontrarla en la trascendencia a otra naturaleza. Excluir a Dios por completo o incluirlo en el cosmos mismo es igualmente erróneo, porque desde el momento en que Dios es reducido a un concepto, la afirmación o negación de su existencia es indiferente.