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Cuando llega el desánimo y el fracaso parece
irreversible, entonces es cuando se puede hablar de verdadera fe. En la fe existe la oculta certeza de que la muerte es un viaje en el vacío, y que aquello que muere vuelve a brotar de otra manera allí a donde se haya proyectado según su impulso. Ni una sola intención, por pequeña que sea, se desvanece al ser frustrada. La muerte de una intención solidaria genera más solidaridad que la de una intención materializada.
Por eso Jesús habla tanto de la inutilidad de las recompensas en este mundo. El que haya sido agasajado en esta vida, ya tiene su paga. El que haya sido reconocido por los hombres, ése ya no puede esperar un especial reconocimiento divino. Bienaventurados los que tienen hambre y sed, y los que sufren persecuciones, pues todos estos anhelos insatisfechos van a encontrar su plena satisfacción en el plano de la más elevada Justicia. Jesús fracasó estrepitosamente, de ahí
su victoria sublime.
No son misterios incomprensibles. Cualquiera que sea capaz de una recapacitación profunda y silenciosa, podrá observar en su propia vida que no existe ni una sola realidad positiva que, frustrada y muerta, no haya engendrado algo realmente superior.
Esta recapacitación lleva la fe a la vida. Cada sufrimiento tiene ahora un sentido, cada frustración es una oportunidad para elevarse, cada injusticia sufrida y no vengada es un obstáculo salvado en el Camino hacia la libertad.
Todo, cada cosa del cosmos, busca la trascendencia en la dirección a la eternidad. Pero en esa búsqueda existe un límite: El miedo a la muerte. Y sin embargo es precisamente en el sentido de la muerte en donde únicamente es posible obtener la respuesta a toda pregunta trascendente, el hallazgo de toda búsqueda vital.
No hay que buscar el fracaso, sino el éxito. Pero alegrémonos cuando las circunstancias se hayan puesto en nuestra contra: Algo grande se está gestando y ya está por llegar.
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