KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

CRISTIANISMO Y MÍSTICA ORIENTAL

      E

capítulo 04


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  La espiritualidad que nace espontáneamente es la manifestación de la necesidad profunda del hombre por encontrar su verdadera razón de ser en el Bien, la felicidad, el equilibrio interior.
Los orientales han desarrollado una sensibilidad extraordinaria en lo que se refiere a la percepción de la realidad espiritual humana. La profundidad de sus reflexiones supera con creces todo lo que el judaísmo haya podido aportar en la Biblia.
Pero lo cierto es que la salvación llega a través de los judíos. Y esto no porque sus descubrimientos sobre los ámbitos espirituales humanos hayan sido especialmente sutiles, sino porque el punto de partida es el opuesto.

Los orientales buscan la divinidad por propia iniciativa, e investigan y descubren en un proceso de elevación basado en el desprecio por el aspecto carnal del hombre y la incursión en el mundo del espíritu.
El pueblo judío sin embargo es arrastrado fuera del acomodo mundano incluso en contra de su propia voluntad.
Abraham no investiga en ámbitos superiores del conocimiento. En realidad sus aspiraciones no fueron especialmente elevadas. Ni tampoco el pueblo judío buscaba otra cosa el acomodo en una tierra fértil bajo la protección de Yahveh.
Cuando Jesucristo llegó, ellos lo rechazaron porque no lo reconocieron. Y no lo reconocieron porque la inquietud que les motivaba a adorar a Yahveh era un ideal de libertad, abundancia y poder mundanos.
 

En la mística oriental, los hombres se elevan hacia el cielo y allí descubren estados superiores que les permiten un dominio sobre la realidad material y un conocimiento de las leyes que mueven el universo.
Pero ese cielo al que ellos se elevan no trasciende a otra realidad esencialmente distinta, sino que es la máxima expresión posible y alcanzable dentro de la propia realidad humana.

El cielo de los orientales no está fuera del mundo, sino que queda dentro de él.
Ellos distinguen entre el hombre superior y el inferior. El hombre superior desprecia todo lo carnal mientras que el hombre inferior se deja llevar solamente por sus instintos e impulsos más bajos.
El hombre superior no desprecia necesariamente al inferior, pero le aparta de sí para, en comunión con otros hombres superiores, refugiarse en el espíritu, que es donde encuentran su verdadera paz.

Ellos, sensibles a todos los procesos espirituales, toman conciencia de dos cuestiones importantes:
En primer lugar, el cielo al que ellos ascienden no es firme ni eterno. No pueden tomar posesión de él, no pueden afincarse en él, y por eso siempre son devueltos a la tierra.
En segundo lugar, dentro del ámbito espiritual superior existen unas condiciones espacio-temporales distintas. Muchas cosas que abajo, en la tierra, parecen diversas e irrelacionadas, allí, en el cielo, están íntimamente conectadas.

Ellos parten de una percepción cierta y muy profunda. Y a esta vuelta del hombre desde el cielo hasta la tierra, y a esta íntima conexión entre los seres humanos fuera de las condiciones especio-temporales visibles desde la tierra, ellos le llaman reencarnación.
Luego todas estas realidades espirituales son manipuladas por la razón y resultan tergiversadas por los religiosos que las aceptan. Se habla de un número determinado de reencarnaciones, de unas leyes que las rigen, y se genera todo un sistema religioso dividido en grupos que defienden distintas posturas.
Pero esto no es sólo un problema de la mística oriental. Exactamente lo mismo ha sucedido con el mensaje cristiano.


Jesucristo nos muestra el Camino hacia un Cielo distinto: un Cielo firme y eterno que acoge a los hombres para siempre y no los devuelve al mundo.
Y el Camino para alcanzar el Cielo es el opuesto al de la mística oriental.
Cristo no se eleva y, desde las alturas, adoctrina al pueblo, sino que se rebaja hasta lo último. Sale del mundo por el lado opuesto, no por arriba, en las especulaciones místicas del conocimiento superior, sino por abajo, en la entrega de la propia vida tomando en sí mismo el pecado del hombre y permitiéndole de esta manera su verdadera purificación.

El cristiano está llamado a salir del mundo traspasándolo, no rechazándolo. El verdadero cristiano no juzga ni desprecia a nadie, porque es en el pecado del otro donde está su verdadera razón de ser, y a través del pecado propio y ajeno el cristiano logra su trascendencia al Reino.

Sin embargo el cristianismo, en gran medida, sigue buscando a un Cristo elevado, iluminado y despegado del pecado. En esa dirección los orientales nos llevan mucha ventaja y por eso muchos hombres, con razón, buscan en esas religiones lo que no encuentran dentro de las iglesias cristianas.
¿Buda, Krishna, Mahoma, Cristo? Muchos los consideran distintas expresiones de una misma realidad, pero esto no es cierto.
Cristo no acepta el pecado en tanto que no se deja apresar por él, pero lo acepta en tanto que permite que el Mal habite en su interior. De esta manera alcanza lo que ningún otro alcanzó: vencerlo dejándose matar por él.
Sin embargo los iluminados orientales no aceptan el Mal dentro de sí, y al esquivarlo no llegan a vencerlo. Antes o después terminan por volver a encontrarse con él.