KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

RELIGIÓN Y CRISTIANISMO

      E

capítulo 05


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  La realidad espiritual de la persona no es algo que deba quedar oculto ni atrapado dentro de ella. Es más, aunque esa persona quisiera ocultarlo, su existencia dentro del mundo, su mera presencia, los detalles más insignificantes siempre serán expresión de su realidad interior.

La Iglesia de Cristo es una comunión ontológica, profunda, que no depende ni del espacio ni del tiempo. Sin embargo es bueno que los cristianos nos reunamos en asamblea, que celebremos ritos, que recordemos las palabras de Cristo, que nos demos la paz con cariño unos a otros.
La expresión visible de lo invisible ayuda a consolidar la espiritualidad interior, a alimentarla, a compartirla y extenderla.

Pero la tendencia natural del hombre es el progresivo apego por lo visible, porque el cultivo de lo interior supone un esfuerzo, una vigilancia continua, mientras que, en lo visible, parece posible acomodarse al mundo sin alejarse de Dios.
De esta manera, el hombre poco a poco va delegando toda su espiritualidad personal en un sistema religioso que le permite, mediante unos ritos, alcanzar sin esfuerzo lo que de otro modo le obligaría a la renuncia de muchas cosas de las que él se resiste a desprenderse.

Esto es el fariseísmo, que no es un problema histórico de unos personajes bíblicos concretos, sino que representa la constante lucha del hombre contra el Mal en la búsqueda de Dios.
"Sepulcros blanqueados", un exterior impecable y un interior espiritualmente muerto.
La observancia de unos ritos y unas leyes dentro de un sistema religioso jerarquizado donde el hombre abandona toda búsqueda interior, toda tensión espiritual, todo verdadero afán de superación.

En contraste con los iluminados orientales, Cristo no se aleja del mundo corrompido y pecador para elevarse y aislarse en las altas esferas del conocimiento espiritual, sino que se implica en lo más bajo y rechazable y se hace comida y bebida para que este mundo, aprisionado por el Mal, tenga una esperanza de salvación.
Comer el cuerpo de Cristo es llenarse del Amor del Padre. Beber su sangre es ofrecer la propia vida en el servicio a los demás, es esa muerte diaria que no buscamos voluntariamente, sino que nos viene dada del Cielo para nuestra purificación y nuestro acercamiento a la identidad de Cristo.

Todo esto Cristo quiso plasmarlo en un símbolo visible para ayudar a los hombres a comprender su mensaje, y en la ultima cena parte el pan, símbolo de su cuerpo, y ofrece la copa de vino, símbolo de su sangre. E invita a los apóstoles a comerlo y a beberlo.
Este rito es bellísimo cuando está lleno de contenido, cuando es representación cierta y verdadera de lo que realmente estamos viviendo. Pero se torna en pura superstición cuando hacemos gravitar todo su valor en el rito mismo, como si se tratara de un sortilegio mágico.

El alimento que nos brinda el mundo para nuestra felicidad es efímero. Hoy nos llena de alegría y mañana ya nos deja otra vez sedientos. En el diálogo con la samaritana junto al pozo, Cristo habla de un "agua viva" que no nos dejará ya sedientos, sino que brotará desde nuestro interior como un torrente.
Éste es el sentido de la conversión: abandonar el alimento espiritual mundano y beber de ese otro alimento que nunca se consume sino que, por lo contrario, siempre es más abundante. "A quien tiene se le dará, y a quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene".

Cuando el hombre se convierte aborrece lo mundano que hay dentro de él y se adhiere a lo divino. Entonces queda limpio.
Este hecho espiritual profundo se exterioriza, se manifiesta mediante un símbolo, que es el del bautismo.
Cristo no inventa ritos nuevos. La eucaristía es tomada de la cena pascual judía, y el bautismo ya lo practicaba Juan el Bautista.
Cristo simplemente llena de contenido pleno unos hábitos, unas costumbres que ya existían.

En su conversación con Nicodemo, Cristo dice que "hay que volver a nacer". Hay que romper con todo lo viejo y renacer en una realidad absolutamente nueva que no se apoya en la vieja ley, que Él mismo cumplió con su muerte, sino en una nueva alianza.
Sin embargo no rompe radicalmente con los hábitos religiosos de su tiempo porque el cambio exterior no es importante, lo substancial es el cambio interior, es el paso por la Nada que le permite al hombre renacer, partir de cero y comenzar a rehacer toda su forma de sentir y, en consecuencia, su manera de pensar.

El rito es lo de menos, lo importante es el contenido que le queramos dar. Si el corazón es nuevo, el rito, aun siendo exteriormente el mismo, adquiere un sentido absolutamente distinto.
Pero a los hombres no se les apetece renacer. Están bien como están, acomodados al mundo, y, para tranquilizar sus conciencias y asegurarse un puesto en el Cielo, prefieren dotar al rito de un poder mágico según el cual, el rito por sí mismo ya garantiza esta conversión sin el menor esfuerzo por parte de ellos.

Si las cartas de los apóstoles (según dicen) son Palabra de Dios, esto que yo voy a decir también lo es:
Ningún hombre será juzgado por los ritos que celebró ni por los que dejó de celebrar. Ni por las eucaristías a las que asistió ni por la forma ritual de su bautismo. Ni siquiera por haber aceptado o dejado de aceptar el nombre de Jesucristo como Señor.
El hombre será juzgado sólo y exclusivamente por la Verdad de su corazón, esto es: Por el Amor que mostró en este mundo para con sus hermanos.
Dice el Señor: "Venid aquí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, ...."

¿Cómo pueden pretender las iglesias, cargadas de fariseísmo, que el mundo acepte la figura de Jesucristo como verdadero y único salvador?
Sometimiento a jerarquías que no dan verdadero testimonio, idolatría a la Biblia, preceptos y ritos vacíos de contenido, amenazas de condenación eterna: ¿Es ésta la Buena Nueva?

Las cartas de San Pablo se leen en las misas, y no cabe la menor duda de que están impregnadas de verdades eternas. Pero San Pablo fue un hombre que cometió muchos errores pues vivió en una época en la que el cristianismo aun estaba en sus inicios, lleno de incertidumbres, de hostilidades, de fanatismos, de equívocos.
San Pablo dio su vida por el Reino de Jesucristo y es un ejemplo maravilloso para todos nosotros, pero una cosa es la obra que Dios hizo en ese hombre entusiasmado, luchador, enamorado del mensaje cristiano, y otra cosa es calificar cada una de las afirmaciones de sus cartas como "Palabra de Dios".

Juan XXIII sacó la iglesia católica de una corrupción creciente que le llevaba a la perdición, abrió puertas y ventanas, intentó unir a todos los cristianos en una sola Iglesia, rompió viejos esquemas y buscó con Amor y sin exclusión de nadie la Verdad del mensaje cristiano.
San Pablo hizo una labor maravillosa en su tiempo, y lo hizo lo mejor que pudo. Juan XXIII la hizo en el nuestro.
¿Qué necesidad hay de idolatrar a personajes históricos cuando muchos apóstoles vivos tienen mucho más que decir, hoy y para hoy, que los de antaño?

El auténtico legado de Jesucristo no fue el testimonio escrito de unos apóstoles (testimonio sumamente importante y digno de estudio), sino la llegada del Espíritu Santo, el Paráclito, que es el único que inequívocamente nos conducirá hasta la Verdad plena.