KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

RELIGIOSIDAD: PUREZA POSTIZA

      E

capítulo 07


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  Cuando un hombre se encuentra en un lugar oscuro, perdido, enciende una luz. Pero no la enciende para observar la luz misma, sino para observar todo lo que le rodea. Si se limitara a observar la luz misma, seguiría tan perdido como antes de encenderla.
Así también, el hombre debe buscar la Luz de Dios, pero no para esconderla debajo del celemín, sino para poder observar con nitidez tanto su realidad interior como todo lo que le rodea, y actuar en consecuencia.

El que se encuentra con Dios sale de la oscuridad y puede ver, y se presentan antes sus ojos tres realidades: Su impureza, el conocimiento de la realidad exterior y el Amor como verdadera y única fuente de Vida.
La verdadera pureza, el verdadero conocimiento y el verdadero Amor son siempre consecuencia del encuentro con el Padre. No son en sí mismos un objetivo, sino el fruto de un hallazgo superior.

La verdadera pureza no es nada en sí misma. El hombre puro es aquél que aborrece sinceramente y de corazón la impureza que ve en su interior. No se trata muchas veces de luchar contra ella, sino de aborrecerla, porque sólo Dios puede purificarnos. Si luchamos contra nuestra impureza interior en lugar de ofrecérsela al Padre, la estaremos escondiendo, apartando de nuestra vista, pero no la estaremos venciendo. Ser puro es aprender a convivir con el Mal que existe en nuestro interior sin dejarnos atrapar por él.
Así mismo, la humildad tampoco es una virtud que se pueda poseer. Sólo es humilde aquél que es capaz de reconocer la soberbia que acompaña a cada uno de sus actos. La humildad es la visión de la soberbia, la verdadera humildad nunca se mira a sí misma, porque inmediatamente se convertiría en su contrario.

El verdadero conocimiento profundo de la realidad exterior no es una información que se obtiene desde la acumulación de datos que luego son enlazados y estructurados con las herramientas de la razón.
El verdadero conocimiento profundo de la realidad exterior es la visión directa e iluminada de las cosas con la Luz de Dios.
No se trata de un proceso de datos que lleva a unas conclusiones. Esto, en todo caso, podría ser consecuencia del intento de expresar lo que se ve, pero no es útil para descubrir lo que no se ve.

Lo mismo sucede con el Amor. El que se encuentra con Dios ama espontáneamente. Perdonar no supone un esfuerzo derivado del cumplimiento de unas leyes, sino más bien un esfuerzo por adherirse a la visión de las cosas desde la Luz de Dios y no desde la luz del mundo. Es una reafirmación de la propia identidad en la identificación con el Padre.
Pero no puede adherirse a la Luz de Dios quien no lo conoce.
 

Pero sucede que el hombre muchas veces no busca a Dios, sino que busca directamente las consecuencias, los frutos del encuentro con Dios.
Así, se esmera por lograr la pureza imponiéndose disciplinas y sacrificios. Esto es, hacer por sí mismo lo que sólo puede hacer Dios.
Se esmera por lograr conocimientos leyendo muchos libros y escuchando muchas predicaciones. No quiere obtenerlo de Dios, prefiere alcanzarlo por sí mismo, con sus propios medios.
Da limosna sin sentir compasión, perdona sin buscar la reconciliación, sino como un mérito heroico ante la injusticia de la que ha sido víctima. Soporta con resignación las agresiones de su prójimo, pero no es capaz de comprenderle ni de justificarle.

Así, muchas veces las doctrinas y los sistemas religiosos en los que impera la disciplina y la obediencia dan como resultado hombres disfrazados de pureza, de sabiduría y de amor, pero muertos interiormente.
Luchan por mantener impecable ese disfraz que inevitablemente se deteriora con el tiempo. Y piensan que Dios está con ellos por el simple hecho de que han conseguido dar la imagen exacta de aquél que conoce al Padre.
Con el tiempo sobrevienen las crisis de fe y el desánimo. Muchos son los que finalmente abandonan.

No hay que buscar los frutos del encuentro con Dios. Hay que buscar a Dios, y los frutos llegarán por sí solos.
A Dios se le encuentra en la desnudez, en la carencia, en el silencio y, sobre todo, en la oración.