KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

ORIENTE Y OCCIDENTE

      E

capítulo 13


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  La filosofía oriental es opuesta a la occidental en un aspecto muy importante: El occidental acumula datos, ideas, historia, lo relaciona todo y en esta síntesis espera encontrar verdades perdurables.
El oriental, por el contrario, no concibe conceptos que no pueda experimentar. Las ideas no son nada en sí mismas, sino sólo vehículos que llevan al hombre a una transformación profunda de su ser.
Las ideas occidentales se acumulan en la mente y en ese sentido permanecen fuera del hombre. Son como herramientas que el hombre utiliza pero que no le condicionan. De esta manera el hombre se va adentrando en una irrealidad que siempre termina por romperse porque no hay sintonía entre lo que ha construido y lo que realmente es.
Así vemos en muchos casos que un hombre se considera católico sólo porque voluntariamente a decidido aceptar unos formalismos, de la misma manera que elige una profesión o se adscribe a un determinado partido político.

El oriental no busca en la filosofía herramientas que le sean útiles, sino que se hace a sí mismo herramienta de algo que está por encima de él.
De esta manera, el resultado de la investigación filosófica oriental no son unos tratados perfectamente estructurados, donde la coherencia es lo que le confiere fiabilidad, sino que la obra culminante del filósofo es él mismo, su propia persona. El sabio oriental no es el que sabe muchas cosas, sino que ha conseguido abrir dentro de sí el conducto que conduce a una verdad eterna.

Sin embargo, la idea de Dios, como ser inteligente, providente, y que posee una intención y unos proyectos, no es una idea oriental.
El Dios de taoístas y budistas se funde con la naturaleza, y no tiene otra intención que existir. No va a ninguna parte, sólo es.
Y los dioses de las religiones orientales son más bien cúmulos de energía espiritual. Estos dioses existen: no cabe duda alguna de que la energía espiritual se concentra y adquiere poder dentro de las asambleas religiosas.
El I-Ching, el Libro de los Cambios, es una rueda que gira sobre un eje inmóvil. Los exagramas se suceden y cuando algo culmina, necesariamente debe retornar. El filósofo, por decirlo de alguna manera, es el que consigue permanecer en el eje de la rueda y así no verse forzado a girar.

De todo esto se pueden extraer enseñanzas muy interesantes, porque la investigación filosófica oriental es desde luego mucho más profunda que la occidental.
La filosofía occidental está en decadencia. Tanto se ha ocupado de la forma que se ha convertido en pura forma. Ahora se investiga mucho sobre lógica y lenguaje, que es lo más superficial del hombre, lo que menos toca el interior de su ser.
Los estudios científicos se tornan en filosóficos en tanto que pretenden dar una explicación a la formación del cosmos, del universo material. Pero estas investigaciones siguen un camino que sólo puede conducir al desierto y al caos.
"La verdad" es identificada con "la razón". Lo que el hombre puede razonar, lo coherente, eso es fiable. Por eso los hombres defienden ideas y lo hacen esgrimiendo argumentos lógicos. De esa manera de demuestran que eso es "verdad".

Al oriental no le interesa tanto la apariencia de las cosas, su "vestimenta" formal, porque sabe (herencia de su cultura) que lo exterior es cambiante y que la razón no es dueña de la verdad, sino que está a su servicio.
No se trata de que las cosas sean verdad porque sean razonables, sino de que la verdad puede ser expresada a través de la razón. Aquí la forma se supedita al contenido y las transformaciones son desde dentro hacia afuera. Lo que vemos de las cosas es el resultado de lo que las cosas son, y no es posible cambiar las cosas cambiando su apariencia.
Esto que parece una verdad sencilla y universalmente aceptada, sin embargo sigue siendo el principal engaño de nuestra cultura occidental decadente.

El monte Sión está situado entre ambas culturas, es el punto de inflexión entre lo occidental y lo oriental.
Ni la rueda que gira eternamente sobre un eje inmóvil es un camino certero, ni tampoco lo es la idea de una evolución progresiva del hombre basada en la acumulación de conocimientos y el descubrimiento de leyes materiales.
La realidad es que la rueda que el I-Ching propone no gira sobre un eje inmóvil, sino que camina en una dirección, y la realidad es también que la evolución profunda del hombre no es el camino del conocimiento de las leyes que rigen la materia, los comportamientos humanos y sociales, ni nada que sea estudio de la apariencia de las cosas.
La Verdad es que existe un proceso de sublimación en el que lo más débil de la humanidad está engrosando poco a poco otra realidad distinta, trascendente, donde la forma ha sido definitivamente vencida y el contenido ha tomado el poder indiscutible.

El Reino de los Cielos no es una promesa difusa, fantástica. No es un cariñoso e ilusorio consuelo del anhelo frustrado del hombre por engrosar la eternidad.
El Reino de los Cielos es una realidad inevitable, objetivo ineludible, dentro del proceso cósmico material y espiritual de la creación divina.
La forma se resquebraja y se rompe, y cuando se ha abierto deja ver la realidad interior. Lo cierto es que ninguna cosa puede trascender a lo eterno como no sea lo que está impregnado y absolutamente conformado por la eternidad.
Y lo único eterno es el Amor. Y Dios es Amor.

Cuando el tiempo de que ese proceso de trascendencia comenzara se cumplió, en Jesús de Nazaret cayó la responsabilidad encarnar al Cristo, de romper la esclavitud de la forma y abrir un Camino hacia el contenido pleno y, por lo tanto, libre del sometimiento al tiempo y sus giros. Detrás de Jesucristo vamos todos los demás.
Al que le ha sido dado mirar a través de las grietas de la forma resquebrajada y observar su interior, sólo ése puede hablar de la Verdad. Por eso hablo.