KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

VALOR DEL RITO

      E

capítulo 22


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  El rito es importante dentro de la vida social del hombre, celebramos ritos continuamente. Cuando la familia se reúne a comer, cuando los viejos amigos se congregan en un banquete para recordar y compartir experiencias.
También el orden social se basa en ritos. Los juicios civiles son ceremonias rituales cargadas de simbolismos. Los centros docentes celebran ritos con mucha frecuencia, como por ejemplo, entrega de orlas y diplomas. Los conciertos de música son rituales donde se observan normas bastante estrictas.

El hombre que hace girar su vida en torno a Dios debe celebrar ritos en los que quede manifiesta esta actitud vital. Esto ha de ser expresión de su forma de sentir y también alimento espiritual sobre todo si consideramos que Dios, que es Unidad en el Amor, reúne a los hombres conciliándolos y llevándolos a perdonarse y amarse.
Esta exteriorización de la espiritualidad interior es saludable y necesaria. Si aceptamos tantos y tantos ritos en nuestra vida cotidiana, ¿cómo habríamos de rechazar el más importante de todos?

La eucaristía es el rito que expresa la razón de ser del cristiano: ser Luz divina en medio del mundo, sal de la tierra. Como conductos entre el Cielo y la tierra, hay dos extremos que deben estar abiertos: hacia el interior, que es alimentarse del Amor del Padre, y hacia el exterior, que es ofrecer ese Amor al prójimo despreciando la propia vida.
Para que esta razón de ser la tuviéramos siempre presente, Jesucristo instituyó el rito de la eucaristía y nos pidió que lo celebráramos en conmemoración suya.
Así, comer el cuerpo de Cristo es llenarse del Amor del Padre, y beber su sangre es morir día a día para que los demás vivan.

Pero cuando el rito deja de ser expresión de una realidad interior y pretende poseer todo contenido en sí mismo, entonces nos adentramos en un mundo de magia y superstición.
No por comer el pan de la eucaristía nos llenamos del Amor del Padre, ni por beber el vino ya estamos dando la vida por los demás. Ni hay comunión espiritual sólo por el hecho de estar reunidos en un templo.
Los hombres de negocio y los políticos también se reúnen en banquetes y se obsequian unos a otros cuando esperan obtener beneficios económicos o de poder. Muchas veces, si pudieran, se aplastarían unos a otros.

La iglesia católica está cambiando, y mucho aun le falta por cambiar.
¿Que sentido tiene una reunión de amigos cuando no se conocen, ni se aprecian? ¿Qué valor tiene un festejo populoso cuando los asistentes van sólo por temor a perder sus vidas?
Las misas católicas tienen aun mucho de asambleas anónimas, con ausencia total de toda comunión espiritual entre los hermanos, y aun hay muchos fieles que asisten a misa sólo por temor al infierno. ¿Es eso un festejo en el que se celebra el Amor de Dios? ¿Quién es ese Dios que amenaza con el infierno al que no celebra ritos? Es una deformación verdaderamente demencial.
Con razón muchos hombres buenos se han alejado de la iglesia católica, porque no le encontraron ningún sentido a esos ritos vacíos de todo contenido.

El Camino Neocatecumenal, por ejemplo, ha hecho una muy buena labor en lo que se refiere a devolverle a la eucaristía su auténtico valor de asamblea que se comunica y comparte. Pero comete errores que oscurecen y desvirtúan lo positivo de muchas de sus iniciativas.
Otros grupos católicos tienen iniciativas similares en lo que a la eucaristía se refiere, y hay parroquias en las que el cura es un verdadero siervo de feligreses: los agrupa y los concilia.
En determinadas iglesias protestantes las asambleas son bastante más espontáneas y sinceras, y, en algunos aspectos, sus celebraciones deberían ser punto de referencia para muchos pastores católicos.

Cuando los amigos son verdaderamente amigos y lo que los une no son intereses personales sino auténtico cariño, todos miran por todos, y nadie busca nada que no sea del agrado de todo el colectivo.
Cada miembro de un colectivo de verdaderos amigos se siente libre, sus opiniones siempre son importantes. Se le escucha y se le respeta, y nadie rebusca en su intimidad nada que no sea lo que él, espontáneamente, quiera expresar.
En un colectivo de verdaderos amigos nunca hay jefes que impongan normas, más bien hay sirvientes. Jefe es el que mira por el bienestar de todos, el que renuncia a su propia comodidad para que los demás se sientan cómodos. ¿No es acaso esto tan simple lo que Jesucristo nos dijo que debíamos de hacer?
Lo vemos claro en el mundo de la amistad, y, sin embargo, en el mundo de la espiritualidad cristiana, todavía nos cuesta entenderlo.