KYRIE ELEISON

     

epílogo

   

LA TRINIDAD DIVINA

      E

capítulo 23


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  El hombre se observa interiormente y toma conciencia de su identidad en el "yo". Luego mira al exterior y se da cuenta de que cada hombre tiene la misma conciencia que él. Se acerca, observa los pensamientos, los sentimientos de su prójimo, y toma conciencia de otra realidad: Su propio "yo" no lo abarca todo, pues existen otros que son expresión de él mismo, sólo que existe una distancia entre él y el resto de los seres humanos.
La convivencia demuestra que esta distancia es circunstancial, así que existe necesariamente algo que está por encima de cada hombre y que la identidad de cada uno no es sino una expresión finita de una identidad superior que lo abarca todo.
También el hombre se reconoce a sí mismo en la naturaleza y en todo lo que existe, y así llega al descubrimiento de Padre Dios.

Todo lo que existe tiende a unirse, a conciliarse y entenderse. No en una fusión ontológica, sino en un entendimiento, en una comunión que permita la perfecta Unidad en la diversidad. Por eso decimos que Padre Dios es Amor, porque siendo todo lo que existe expresión de Él, todo tiende a conciliarse de la misma manera que cada ser del universo busca la conciliación de sus miembros y órganos, y también de sus ideas y sentimientos en la unidad de su propio ser. Un ser dividido es un ser enfermo.
Pero el Amor no es un sentimiento. Suscita sentimientos pero no es un sentimiento, es una conciencia de identidad: "Yo no soy algo distinto que tú, tú no eres algo distinto que yo. Mi identidad no es independiente a la tuya, ni la tuya es independiente a la mía". Esto es Amor.
Cuando esta conciencia de identidad ha sido llevada a la totalidad del Cosmos, el hombre también toma conciencia del Amor de Dios.

Aquí tenemos el Tao de los taoístas, el Alá de los musulmanes y, más concretamente, de los sufíes: Unidad perfecta que escapa de la dimensión temporal.
Éste es el Dios de todas las religiones naturales: el que siendo Uno, concilia toda la creación en la Unidad. Por eso este Dios nos lleva a amar al prójimo, a perdonar y a buscar la paz y la comprensión entre todos los seres humanos, y también en relación con la propia Naturaleza, que, siendo expresión del mismo Dios, es consecuentemente parte de nuestra propia identidad.
Pero este concepto de la divinidad no es dinámico, sino estático. Los hindúes buscan el nirvana, y ahí parecen fundirse con la Unidad que todo lo abarca.
Lo cierto es que esta unión con la divinidad por medio del nirvana no es ni estable ni eterna.

A partir de la fe de Abraham, el pueblo judío toma conciencia de otra faceta de la divinidad: Dios es capaz de actuar de una manera directa, abriendo caminos y protegiendo a un pueblo que camina en la búsqueda de una promesa.
Aquel Dios Amor permitía que el cielo tratara a los hombres como perros de paja, porque no tenía preferencias, y todo era igualmente importante para Él.
Pero Yahvé tiene preferencias porque quiere trazar un camino. Todo no es igualmente importante, todo no se desarrolla en un continuo devenir que no alcanza nunca el reposo, y que gira y gira sin detenerse y sin buscar meta alguna, sino que hay una "tierra que mana leche y miel".

A partir de esta fe, se gesta una generación de reyes que culmina en la aparición del Mesías, Jesucristo, que es el Hijo de Dios, y que por lo tanto no es distinto al Padre que lo engendró.
Jesucristo expresa otra faceta de la divinidad que es el "Amor en movimiento". Hay metas que alcanzar, hay un Camino que recorrer, hay promesas que sin lugar a dudas se van a cumplir por medio de la fe de los hombres.
Jesucristo, por lo tanto, nos descubre algo más del Padre. Le da pleno sentido a la existencia del hombre al señalar una dirección. Ya no basta con que los hombres se miren unos a otros y así tomen conciencia de la Unidad divina, es necesario ponerse en Camino para alcanzar de hecho esta Unidad, que es la plenitud del Amor alcanzada por medio de la fe.

El verdadero orden es siempre fruto del movimiento.
Ningún orden es estable si se detiene en el reposo estático, sin embargo el orden que se renueva y que señala hacia una dirección que no esta dentro del propio orden, este orden es estable.
Una fotografía instantánea de los astros en la noche no nos puede dar ninguna idea de orden, todo lo contrario. Sin embargo, si observamos los astros en el movimiento y reconocemos sus ciclos y giros, ahí descubrimos la armonía del cosmos.
El orden exterior permite que los hombres puedan convivir en paz. El orden interior de cada hombre le permite reconocer las cosas que le rodean con objetividad y actuar en consecuencia.

Así pues, cuando Cristo murió y resucitó, nos dejó una herencia: El Paráclito, el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, que es el Orden divino llegado al mundo y el único que puede llevar toda la creación de Dios por el Camino verdadero que conduce al Padre.
Es el que ilumina al hombre de Dios permitiéndole ver la verdad de las cosas, y le guía por el Camino certero en cada instante de su vida. Esta es la tercera faceta de la presencia de Dios en el mundo.
La Trinidad es, pues, una manera secuenciada de descubrir a Dios: A partir del Amor, luego llega el impulso que da sentido a todo lo que ocurre, y por último el Orden generado a partir de este movimiento.
No es que Dios esté dividido, es que los hombres no podemos concebir su presencia de una manera simple e instantánea, sino que hemos de analizarla en estos tres aspectos que nos son asequibles por separado, pero que no nos es posible concebirlos juntos en una sola idea. El hombre va tomando conciencia de la divinidad poco a poco, a medida que limpia su mente de ideas y su corazón de emociones y pasiones:

Contemplamos la belleza, la armonía, la bondad y la unidad de toda la creación y descubrimos al Padre. Pero este acto de contemplación no es suficiente para concebir a Dios, Él es mucho más que eso.
Luchamos por la Paz, por la justicia, y ansiamos trascender a una vida distinta junto a nuestro Padre celestial: aquí descubrimos al Hijo, al Cristo.
Pero Jesucristo murió, resucitó y ascendió al Cielo. Aun falta algo que nos permita completar nuestro conocimiento de Dios, nuestra conciencia de su existencia:
Sentimos que, agarrados a Cristo, nuestra vida se ilumina y discernimos mucho más allá de lo que humanamente somos capaces: aquí descubrimos al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo entra en el ser humano después de la resurrección de Cristo, porque fue entonces cuando se estableció la salud, el reinado, el poderío de nuestro Dios. Se abrió un Camino, un movimiento, un sentido, un orden que conduce al Padre y que no puede ser ahogado por ninguna fuerza de este mundo.
Cristo ascendió al Cielo. ¿Dónde está el Cielo? En el interior profundo de cada ser humano.
Cuando Cristo ascendió, no se llevó su cuerpo consigo, sino que lo dejó en el mundo, se lo dejó a los hombres. Pero no lo dejó como una unidad compacta y visible, sino que se deshizo para que todos, sin excepción alguna, pudiéramos comer de Él.