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El camino de la prisa, la zozobra y la desazón, es duro y amplio, está bien asfaltado y por él corren multitudes inmersas en el individualismo.
Los zarzales de la ambición que crecen al borde del camino son muy espesos, y en ellos los hombres quedan atrapados sin poder ni avanzar ni retroceder.
Sólo queda un poco de tierra buena donde está el silencio y el tiempo de Dios.
Leí un cuento chino que hablaba de un agricultor. Él había sembrado la semilla pero observaba que crecía, a su parecer, demasiado despacio. Entonces tuvo la feliz idea de tirar un poco de cada retoño. Así parecía que el cultivo había crecido mucho más en poco tiempo. Esto le tomó un día de trabajo.
Cuando llegó a su casa, satisfecho, comentó a su familia su proeza. Su hijo no quedó muy satisfecho y fue corriendo al campo de cultivo: Todos los retoños estaban muertos.
Sobre el asfalto predomina el tiempo de los hombres. Un edificio se puede levantar más rápido si hay más dinero, pero un roble no puede ser forzado a crecer por mucho dinero que se tenga. El tiempo de Dios es el tiempo del silencio y de la paciencia.
Cuando Dios tiene las riendas de todas las cosas, el hombre deja pasar el tiempo en la fe. El tiempo es el aliado de los frutos. Cuando el hombre toma las riendas de su propia vida, el tiempo se vuelve un enemigo.
Un campo de cultivo está bajo la voluntad divina, por eso el hombre prefiere levantar edificios sobre cemento y asfalto, porque así se erige dueño del tiempo.
La semilla de la Palabra de Dios es pisoteada en el camino de la prisa y ahogada entre los zarzales de la ambición.
La tierra buena es escasa pero el árbol del Reino no tiene prisa. Cuando haya crecido lo suficiente, con sus raíces levantará los caminos de asfalto y agrietará los cimientos de los edificios de cemento.
Desde el silencio, desde la aparente pasividad de dejar hacer a Dios, se levanta el Reino eterno. Todo será arrasado, ninguna edificación humana durará para siempre, pero el árbol del Reino crecerá sin límites.
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