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Una espiritualidad fundamentada exclusivamente en la contemplación puede ser fructífera, pero no es estrictamente cristiana. Si consideramos al verdadero cristiano como un hombre capaz de encarnar al Cristo, el cristiano contemplativo nunca alcanzará con plenitud esta encarnación, pues siempre le faltará una condición esencial: El impulso que saca al hombre de sí mismo y de sus hallazgos interiores para arrojarle con fuerza al exterior y dar un testimonio vivo de sus experiencias espirituales.
Amar al prójimo, según la ley antigua, se reduce a “no querer para los demás lo que no quieras para ti mismo”. Pero en la nueva alianza este mandamiento tiene mucho mayor alcance. Dice Jesucristo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Y nadie tiene mayor Amor que aquél que da la vida por sus amigos”.
En la nueva ley ya no hay sólo límites y obstáculos a la propia voluntad, sino que hay una exigencia de asumir la voluntad divina como propia: No basta “no hacer nada censurable”, es necesario “lanzarse a hacer” dentro del impulso divino del que el hombre se impregna al haber sido bautizado por el fuego del Espíritu Santo.
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