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31/10/2005

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"Dioses sois"

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Los antiguos dioses antropomórficos, tan ornamentados con mitos y figuraciones literarias, cayeron por fuerza de la razón cediéndole el sitio al Dios único, creador de todo lo existente. Este Dios también ha caído en la sociedad en la que vivimos, y muchos consideran que el hombre ha madurado y se ha deshecho de una mitología que le engañaba y le quitaba su libertad asustándole con fantasías de niño.
El Dios único ha sido utilizado para generar orden en la sociedad en base a leyes indiscutibles. Ha sido utilizado para dar poder a unos y someter a los otros a los criterios de los primeros. Ha sido utilizado, en resumen, para convertir en irrefutables determinadas ideas humanas que, al no sostenerse por sí mismas, eran atribuidas a la voluntad divina, y de esta manera se aseguraba su acatamiento por parte del pueblo.
La palabra “Dios” tiene ya tantas connotaciones y expresa algo tan desfigurado, que es imposible pretender que la sociedad contemporánea asuma esta palabra como significativa de una realidad.

La espiritualidad pura, sin prejuicios, que no acepta nada en la misma medida en la que tampoco lo niega, nunca despreciará la idea de la divinidad, sino muy al contrario, la comprenderá en su esencia despojándola de todos sus ornamentos.
El hombre espiritual sabe que su realidad no es consecuencia sólo de su propia voluntad sumada a unas circunstancias externas, sino que existen fuerzas en el universo que determinan en gran medida el acontecer de su vida. Esta intuición existe desde la época de los dioses paganos hasta la actualidad, y no parece ser una simple fantasía de mentes infantiles.
Los antiguos dioses antropomórficos eran la expresión torpe y opaca de la observación interior y exterior de la realidad espiritual: Fuerzas se mueven en el universo, luchan entre sí, y los hombres y las sociedades no pueden permanecer ajenos a su influjo tanto positivo como negativo.

El ser humano que se sumerge en una verdadera espiritualidad desprejuiciada toma conciencia de una cosa: No es posible que el hombre trascienda a una realidad superior a él si no es, además de su propio empeño, porque algo superior a él le atraiga y le arrastre consigo. No es posible la trascendencia a una realidad superior sin la existencia de dos fuerzas, una desde abajo que intenta subir (el hombre mismo en su afán espiritual), y otra desde arriba que le atrae (el amor de esa otra realidad superior hacia el hombre).
El hombre que se erige como techo del universo (que se apropia de la divinidad) y que por lo tanto sólo se alimenta de sí mismo no puede salir de sí mismo ni trascender a ninguna parte, pues sería intruso en cualquier ámbito al que quisiera acceder; y si es intruso, también será expulsado. Por lo mismo, si la realidad superior atrajera al hombre hacia sí en contra de su voluntad, sólo conseguiría corromperse pues incluiría dentro de sí lo que no le es propio.

La divinidad está por encima del ser humano, y también está en el ser humano. No es fácil conjugar ambas cosas.
Si separamos la divinidad de nosotros mismos, entonces creamos un mundo absolutamente ajeno, tanto, que sólo podría existir para desconcertarnos y atemorizarnos. Sí unimos tanto la divinidad al propio hombre que la situásemos a nuestro propio nivel, entonces ¿qué trascendencia sería posible? ¿Cómo va a ayudarnos a trascender aquello que es igual a nosotros?
Jesucristo da testimonio de la conjugación entre la divinidad y la humanidad.
El hombre que toma conciencia del Amor de Dios, se llena de Dios y es Dios.
Jesucristo, al mostrarse como “Hijo de Dios” y al mismo tiempo como “hijo del hombre”, ambas cosas simultáneamente, le da al deísmo una proyección completamente distinta, con un alcance que todavía los hombres no han conseguido conocer, ni mucho menos experimentar, más que en una parte infinitesimal.

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