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Incluso las palabras más duras, cuando no están impregnadas de juicio ni de condena hacia nadie, son inofensivas para quien las pronuncia. Es necesario haber cometido muchos errores para aprender a condenar actitudes sin condenar a personas.
El hombre de Dios sabe aceptar el hecho de que él mismo es culpable de todo lo que condena, pero no deja de hablar por eso, ya que para él siempre será mucho más importante servir a la Verdad que mantener encubiertos sus errores. La humildad que debilita al hombre silenciándolo por el hecho de ver en sí los mismos errores que denuncia, ésa no es verdadera humildad, es una traición a la Verdad.
Si los errores que condeno me denuncian a mí mismo, aun con más fuerza he de hablar. Siempre que no exista juicio condenatorio contra ninguna persona concreta, mi denuncia me purifica. Yo no puedo hablar de lo que no soy, porque entonces estaría hablando desde el intelecto, y desde el intelecto es imposible hablar de Dios. Precisamente porque lucho contra mi mezquindad, por eso tengo derecho a hablar de ella.
La imagen del humilde que sólo es capaz de observar sus miserias, que no hace otra cosa que reconocer sus culpas, que se considera públicamente el más insignificante de los hombres, esa imagen no es la del humilde sino la del soberbio hipócrita.
Si las culpas que ese hombre ve en sí mismo le paralizan tanto como para no atreverse a levantar la cabeza con sano orgullo, es que no ha aceptado esas culpas de ninguna manera, y si no las ha aceptado, entonces no es humilde sino soberbio, no ama la Verdad sino que prefiere las máscaras y los disfraces.
El hombre de Dios habla aunque se le desgarren las entrañas, denuncia con fuerza si es su obligación aunque sus propias culpas se revuelvan contra él.
Pretender ser puro para comenzar a defender la Verdad, es pretender convertirse en juez de todos los demás para poder aplastarlos acusándolos de los errores de los que él ya está limpio. Eso no es humildad, sino soberbia e hipocresía.
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