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La impureza no es una propiedad privada e intransferible de cada ser humano, sino que la impureza existe como tal, en todo el cosmos, y se manifiesta en cada individuo de manera diferente.
Los cristianos podemos observar nuestra impureza sin angustia, y sentirnos libres y amados plenamente por Dios. Pero una cosa es aceptarnos a nosotros mismos tal y como somos, y otra cosa es resignarnos a nuestra realidad, sin camino, sin lucha, sin ambición espiritual.
Cuando Jesús dio su vida a manos de los judíos, no alcanzó la resurrección él solo, sino que la hizo posible en la humanidad entera. Así mismo, cuando el ser humano limpia su impureza, no se está limpiando solamente a sí mismo, sino que limpia toda la creación divina.
Es un error no saber aceptar la propia impureza como algo dañino y al mismo tiempo ser capaz de aceptarse a sí mismo como hombre libre, hijo de Dios. El que se apropia de la impureza que ve dentro de sí, y la toma como algo personal, o bien se angustia por no poder eliminarla, o bien la integra de tal modo que ya no cabe esperar de él ningún avance en la construcción del Reino. Porque el que no lucha contra la impureza que ve dentro de sí, también está permitiendo su hegemonía fuera de sí, y eso ya es una responsabilidad que no se puede soslayar cuando se tiene conciencia de ello.
El ideal de la perfecta pureza nos anima a caminar con alegría y optimismo. No la alcanzaremos: en la lucha está la mayor satisfacción.
La impureza tiene un sentido, una razón de ser. No es un obstáculo arbitrario resultado de una creación mal planificada.
Un detalle: Sólo luchando contra la impureza podremos llegar a la conclusión de que únicamente en el Amor es posible la purificación. Y el verdadero Amor es conciencia de identidad que se expresa mediante la solidaridad comprometida y la misericordia activa para con todos los seres humanos.
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