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08/12/2005

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encarnación virginal

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Todo procede de Dios y nada existe que no esté formado por la misma naturaleza que su origen. La naturaleza humana y la naturaleza divina no representan dos sustancias distintas, sino diferente impulso espiritual.
Lo netamente humano se caracteriza por su origen animal: La conservación de sí mismo y de la propia especie. Lo humano es excluyente y por lo tanto es el principio el egoísmo y de la soberbia.
Lo divino se caracteriza por la universalidad. El impulso divino genera la solidaridad universal y, por lo tanto, la humildad y la sabiduría.
 
Hacer distinción entre lo humano y lo divino no es hablar de dos sustancias distintas, sino de un orden de valores diferente aplicado a la misma sustancia.
En todo ser humano existen dos impulsos que se contraponen, el que obedece a su instinto animal de conservación, y el que le impulsa a la reconciliación universal. En la oposición de estos dos impulsos siempre existe el predominio de uno sobre el otro
Por eso Cristo nos habla de renunciar a la propia vida en la búsqueda de una Vida eterna.
 
Cuando el ser humano acepta unos principios de solidaridad, se reviste de divinidad. Pero unos principios pueden ser solamente ideas que llevan a la acción, y aun siendo esto algo bueno, no es suficiente como para definir a ese ser humano como “divino”.
La divinidad real es la impregnación de la totalidad del ser por el principio divino de la solidaridad en la universalidad de todo lo que existe.
Decir que Jesucristo tenía naturaleza divina es hablar del predominio ontológico del impulso divino frente al impulso humano en la totalidad de su ser.
 
La encarnación virginal no es una condición indispensable para poder decir que “Jesucristo y el Padre son una misma cosa”.
La Biblia es rica en símbolos, y la imagen de la virgen que da a luz no es sólo propia del pueblo judío, sino que también aparece en otras culturas y siempre como signo de una encarnación especial y diferenciada.
Una vez descifrado el significado de un símbolo, insistir en su realidad histórica carece de sentido.
 
El verdadero mensaje cristiano, el que nos llena de esperanza y nos da auténtico testimonio de la divinidad de Jesucristo y del valor de su mensaje no es su encarnación virginal, sino su pasión, muerte y resurrección. Todo lo demás no es sino el resultado de la propia condición humana: el instinto de conservación lleva al hombre a consolidar ideas con el objeto de sentirse seguro sin necesidad de replantearse una y otra vez las mismas cuestiones.
 
Los libros sagrados tales como la Biblia para judíos y cristianos, y el Corán para los musulmanes, tienden a ser referencia absoluta de la verdad divina. Los hombres que no son capaces de encontrar a Dios en su propio interior necesitan divinizar algo exterior a ellos y conferirle valor absoluto para sentirse seguros. Esta necesidad es expresión de su instinto de conservación y, por lo tanto, no es un impulso que obedezca a la dimensión divina del ser humano.
 
Si la Biblia se convierte en referencia de la verdad absoluta, entonces se hace necesario justificar todas sus ideas, y a las imágenes y a los símbolos se les da entidad objetiva mediante disposiciones dogmáticas por parte de las autoridades religiosas. Y esto ocurre sólo por miedo a que puedan encontrarse con alguna contradicción o inexactitud y toda su frágil seguridad se les venga abajo.
Negar la encarnación virginal de Jesús o afirmarla no son dos cosas distintas, porque esta cuestión no es esencial ya que no se conjuga de ninguna manera con la esencia del mensaje cristiano.

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