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No hay victoria directa cuyos frutos permanezcan. Los frutos sólo permanecen cuando la batalla ha traspasado la muerte de la derrota, y la victoria ha sido alcanzada en un plano trascendente.
Es necesario entenderlo: Si la semilla no cae en tierra y muere, no puede dar fruto.
Dios nos permite pequeñas victorias sin verdadero fruto sólo para que nuestra fe encuentre apoyo y no caiga en el desánimo del vacío. Sin embargo siempre habrá de llegar la hora en la que tomemos conciencia de que es precisamente en ese vacío donde la fe da su verdadero fruto permanente. Es muy difícil para el ser humano entender esto.
¡Creer sin ningún apoyo tangible! No está acostumbrado el hombre a esta clase de fe, porque la identifica inmediatamente con la fantasía imaginativa y la obstinación por algo ficticio. Sin embargo la verdadera fe no es obstinada, no es obsesiva. Espera sin vislumbrar nada, si tan siquiera un atisbo, pero no se opone a la realidad sino que la considera su aliada.
En semejantes condiciones para el ser humano es demasiado complicado mantener ninguna clase de fe. Por eso Dios siempre le complace con pequeñas satisfacciones. Piensa el ser humano que en esas satisfacciones está el fruto de la presencia divina, pero se equivoca, la obra que Dios realiza a través del hombre culmina precisamente en esas épocas de vacío en las que llegó a pensar: “Dios me ha abandonado.”
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