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La naturaleza es fecunda, en todo ser vivo hay regeneración de su propio organismo y de su especie. Pero la naturaleza, ella misma, sólo regenera la vida en vida dentro de su propia limitación. No puede hacer que el fruto sea más que su origen.
Lo que hace que la vida alcance cada vez manifestaciones más sublimes no es la naturaleza en sí, sino una fuerza que está por encima de ella. Por eso muchas veces las regeneraciones más fructíferas se manifiestan de una manera poco común, como un reto a las propias leyes de la naturaleza, pues se entiende que lo que está dentro de esas leyes no puede generar nada superior.
La estéril, la anciana o la virgen que da a luz es la imagen de la regeneración en un plano superior, en el que el fruto puede ser más que su origen.
Esta imagen que, llevada al plano de la reproducción, es sólo simbólica, llevada sin embargo a un plano más espiritual, es muy significativa.
El hombre espiritualmente fecundo no puede partir de unos principios establecidos, no puede edificar sobre un edificio ya levantado. La fecundidad espiritual no es posible sin una ruptura radical con todo lo establecido. Hay que partir de cero, volver a los cimientos profundos sin aprovechar nada de lo que había sido edificado sobre ellos. Y no es imposible que la edificación resultante sea similar en muchos aspectos a la que había sido derribada, pero no por eso el derribo era innecesario. No se pueden llenar odres viejos con vino nuevo, ni reparar un vestido viejo con remiendos nuevos.
Isaac, Sansón, Juan el Bautista: Nacidos de mujeres estériles y ancianas que dan a luz milagrosamente.
Nosotros necesitamos un Isaac, un Sansón, un Juan el Bautista en nuestro espíritu, que nazca de lo imposible, de lo aparentemente infecundo, que se genere a partir de unos cimientos desnudos, en medio de un vacío de muerte. Entonces, y sólo entonces, será posible que podamos tener una experiencia verdadera de encuentro con Dios.
Lo institucionalizado y el encuentro con Dios son dos cosas que siempre serán antagónicas.
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