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Las iglesias promueven una fe intelectualizada que no impulsa al hombre a la acción, sino a la sumisión.
El miedo es el arma más eficaz para mantener a una sociedad dentro de un orden. El miedo a la condenación llega hasta lo más íntimo del individuo. Ya no se trata de castigos superficiales y pasajeros, sino de un castigo ontológico y eterno.
Por otra parte la única salida ofrecida para poder permanecer a salvo del juicio condenatorio es el sometimiento a una autoridad humana que tiene supuestamente el beneplácito de Dios. Esta autoridad indica cómo hay que pensar y cómo hay que sentir.
Esta fe intelectualizada se traduce en la aceptación de meras ideas, esto es, creencias. Y muchos dicen “tengo fe” sólo porque están dispuestos a admitir como ciertas las ideas que vienen impuestas por la autoridad religiosa. Este tipo de creencias es lo que Marx, con mucha fortuna, llamaba “el opio de pueblo”.
La fe auténtica nada tiene que ver con este tipo de creencias. Ni los dogmas de las iglesias católicas, ni los radicalismos bíblicos de las iglesias evangélicas. La fe que Lutero defendía a la luz de los evangelios tampoco parecía ser la fe pura de un Abraham o de un Moisés, sino más bien la creencia en Jesús como salvador. Y esta creencia sólo puede ser eficaz como punto de partida, pero no como fin del recorrido.
“No todo el que diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino...”
El que descubra a Dios en el Cristo un minuto antes de su muerte, quizá le baste decir “Señor, Señor” para encontrar acogida en el Reino del Espíritu, pero el que lo descubra dos minutos antes, tal vez haya tenido tiempo de hacer algo más.
El ser humano no se salva por sus obras, sino por su fe. Pero la fe no es una realidad inerte, sino una semilla que tiene que enraizar y que crecer. Existe por lo tanto una consecuencia de la fe: Un movimiento, una acción positiva, y unos frutos que resultan de unas obras.
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