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El ser humano inmerso en la rutina del trabajo y del consumo necesita enfrentarse a acontecimientos traumáticos para corregir el rumbo de su vida, para plantearse cuestiones trascendentales, o para lanzarse a la búsqueda de valores más profundos que le den sentido a su existencia.
Sin embargo en verdad no es necesario llegar al punto de que los esquemas vitales se tambaleen para que un ser humano pueda escapar de ese narcótico que es la rutina.
Todo sucede en todo, es decir, los esquemas vitales siempre se tambalean, lo mismo en los acontecimientos traumáticos como en la rutina pacífica de cada día; la cuestión es haberse detenido a observarlo. El hombre que ha aprendido a valorar cada detalle, cada acontecimiento insignificante, puede encontrar en su vida, cualquiera que ésta sea, todo lo necesario para llegar al encuentro más pleno posible con Dios.
El que tenga vocación para ello, puede irse a la India u otro país en el que se le necesite, y entregar su vida a los pobres, pero sería engañoso pensar que, por no tener vocación para ello, el encuentro con Dios nunca podría ser tan pleno.
Las cosas no son más valiosas por su tamaño, ni por la impresión que puedan causar a los demás. Un hecho insignificante para la mayoría puede ser sin embargo el punto de partida de un cambio radical y una conversión profunda en un hombre que haya sido capaz de comprenderlo. Las cosas pequeñas son el germen de las grandes.
El amor al prójimo de un oficinista puede ser, a los ojos de Dios, aun más grande que el de un misionero. El misionero podría tener mucho de aventurero y el oficinista sin embargo ser un verdadero mártir. Sólo Dios conoce la autenticidad del corazón de cada ser humano.
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