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06/01/2006

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hijo de Dios

042

La adoración a Dios tiene dos dimensiones: La dimensión íntima es aquélla en la que el hombre entra en estrecha comunicación con el Padre celestial, que es Padre suyo y al tiempo Padre de todo lo creado. La otra dimensión es la realización hacia el exterior de todo ese descubrimiento interior, que se traduce en el Amor al prójimo.
Esto tiene un sentido: Cuando el hombre se da cuenta de que su identidad no está encerrada en su propio ser, sino que abarca mucho más y que puede alcanzar hasta los límites del universo, entonces brota el verdadero Amor en el corazón del ser humano. Reconociendo a Dios en todas las cosas, en realidad se está reconociendo a sí mismo. Se libera de su egocentrismo y mira lo que le rodea como algo muy cercano, algo muy afín a su propio ser.

Ni se puede amar de verdad, hasta las últimas consecuencias si no existe una íntima y verdadera comunicación con Dios, ni existe otra consecuencia de la comunión con Dios que no sea la solidaridad. El misticismo que se recrea en su propio descubrimiento y que no se proyecta hacia fuera en un acto de solidaridad, ese misticismo no es sino egoísmo disfrazado de bondad. La bondad es siempre activa, no puede ser un estado de plácida quietud.
Por otro lado, la religiosidad rutinaria es la que busca a Dios únicamente para resolver los problemas de la vida. Aquí no existe verdadero cristianismo. No es malo que el hombre eleve sus oraciones a Dios para alcanzar bendiciones, pero esto es lo mismo que hacían los paganos con sus dioses. Esto nada tiene que ver con el mensaje cristiano.
Ser ‘hijo de Dios’ significa ser cómplice y parte activa en la divina obra de salvación.

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