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Venimos de una época
de un moralismo sexual demoledor, en la que el ser humano tenía que
avergonzarse de sus impulsos naturales como si estos no procedieran del
propio ser sino que estuvieran suscitados por el Diablo en persona.
Entramos ahora en otra época, de signo contrario, en la que no se puede
relacionar la sexualidad con la impureza, ni siquiera lejanamente, so
riesgo de ser tachado de moralista, de manera que el sexo sigue siendo un
tema tabú, tanto o más que entonces.
Estos bandazos pendulares no pueden ser aceptados por nadie que busque la
verdad en la correcta ponderación de los extremos. Si con razón se
rechaza el absoluto del moralismo demoledor, con la misma razón hay que
rechazar el absoluto de la completa permisibilidad.
No podemos pretender enriquecernos exclusivamente con aquellas ideas que
nos son gratas, tenemos también que aprender a enriquecernos con aquellas
otras que nos agreden, tal vez porque desnudan una parte oculta de nuestro
ser, y así saber reconocer la presencia de la verdad en donde no nos
gustaría que estuviera.
La sexualidad no es de por sí impura, todo lo contrario. Pero la
sexualidad es una manifestación vital primaria e involuntaria del ser
humano, y por eso es espejo de la realidad del ser: En el comportamiento
sexual de un hombre hay un retrato bastante fiel de su realidad interior.
La disciplina es muy importante para el desarrollo espiritual del ser
humano. Las fronteras que delimitemos no tienen por qué tener
necesariamente carácter absoluto, pero son necesarias para la educación
del carácter en la búsqueda de la libertad.
Filosofar sobre lindes puede ser muy gratificante pues pudiera parecer
que, al romper fronteras morales, entramos en una mayor libertad. Pero
esto es un engaño: El patio de una cárcel puede ser mucho más espacioso
que mi habitación, pero allí seré siempre mucho menos libre que en mi
propia casa.
Las leyes del Reino de los Cielos son mucho más severas que las leyes de
cualquier forma de espiritualidad humana. Y esto porque las leyes del
Reino no las cumple el hombre con su esfuerzo, sino que es Dios mismo el
que las cumple al hacer morada en el hombre. Por eso es muy conveniente
revisar el interior con la máxima severidad, no para angustiarse sino
para vivir en la Verdad: El que observe dobleces en su ser, esto es signo
de que Dios no está plenamente con él.
Dios no hace morada en un hombre por el hecho de que ese hombre justifique
sus errores. Dios hace morada en un hombre en el acto de humildad de
reconocer su impureza y, al mismo tiempo, su incapacidad para limpiarla.
El que quiera pasar por alto el más pequeño de los mandamientos del
Reino, ése será también el más pequeño en el Reino de los Cielos.
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