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La perfección evangélica no tiene nada que ver con la pureza.
Jesús habló de la perfección del Padre en estos términos: “hace llover igualmente sobre justos e injustos.”
La perfección cristiana se fundamenta en la no exclusión, y de forma activa, pues “hacer llover” no es una actitud pasiva: No se trata solamente del hecho de tolerar sino que supone un acto de Amor explícito.
Dejar casa, hermanos, madre, hijos, por causa del evangelio, no es abandonar una familia y dejarla desprotegida. Ni despreciar la propia vida es dejarse morir en lo oscuro de un monasterio o en lo alto de una columna.
Todas éstas son actitudes pasivas, no son verdaderamente evangélicas.
El que deja casa, hermanos, madre e hijos por causa del evangelio, no pierde ni casa, ni hermanos, ni madre, ni hijos, sino que sufre persecuciones y una promesa de Vida.
Los hombres religiosos a menudo relacionan la perfección con la pureza, y la pureza es un estado, no tiene otra proyección que revisarse a sí misma y regocijarse consigo misma. Esta actitud pasiva no es evangélica.
Una cosa es entrar en la humildad de no actuar según los propios conceptos sino dejarse conducir por Dios, y otra cosa es adoptar una actitud pasiva cuyo único proceso de santificación sea amputar del propio ser toda la amplitud activa que Dios le ha regalado.
Ni una sola cosa que forma parte del ser humano está de más, todo es útil y necesario.
El ciento por uno no lo recibirá aquél que haya malgastado su tiempo en despreciar su ser amputando todas sus potencialidades y buscando una pureza estática que es justamente el principio de la hipocresía religiosa: “Santidad inerte.”
El ciento por uno lo recibirá aquél que haya recogido la totalidad de su ser, sin despreciar nada, y haya
buscado la perfección en la inclusión, es decir, en el Amor pleno que no excluye nada, sino que muere día a día por todos aquellos seres humanos que le necesiten.
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