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02/03/2006

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cuaresma

057

La vida y la muerte van siempre juntas y en su unidad ambas se elevan hasta su plenitud. Si la vida y la muerte se oponen y se declaran mutuamente la guerra, ambas se ensucian, pierden su belleza y todo su contenido profundo y trascendente.
Las injusticias que el ser humano comete para con los demás y para consigo mismo siempre parten del principio del divorcio entre la vida y la muerte.
Los occidentales esconden la muerte en cementerios amurallados y retirados. Sólo son capaces de encontrarle sentido a la vida misma, en una visión infantil que no se atreve a contemplar la realidad en su conjunto, por miedo a que esta realidad les imponga unas responsabilidades que asumir.
El materialismo pretende mantener un equilibrio estable sobre un solo pie. Si la muerte conduce a la nada, entonces la vida tampoco es nada sino unos instantes de placer que hay que aprovechar y otros de dolor que hay que cubrir.
Pero el miedo a la muerte permanece subyacente por mucho que los hombres se intenten mentalizar de sus propias elucubraciones: La completa ausencia de sentido de la vida. Aunque no existan (y siempre existen) planteamientos conscientes, la idea de la muerte obliga a una continua huída.

Nadie se tomaría la molestia de amasar mucho dinero en este mundo si no fuera para huir de la idea de la muerte. Nadie se atrevería a tomar el poder mediante turbios procedimientos y abusar de los ciudadanos más indefensos si tuviera conciencia de que habrá de dar cuentas de todo ello, y que ni siquiera la muerte le va a librar de la Justicia.
El hombre mata al hombre como una provocación inconsciente y desesperada a aquello que más teme. El hombre hace sufrir al hombre como una provocación a la propia Justicia, cuya existencia siente en el interior de su corazón, pero que no encuentra sitio en su mente.
Si la muerte lleva a la nada, entonces no existe Justicia superior a la cual haya que temer. Toda justicia es la de los hombres, por lo tanto si el poder judicial está corrompido pero se es amigo de los hombres, entonces es lícito cometer crímenes, pues no existe juez que pueda imputarle delito alguno. Si la muerte se lo lleva todo, sería infantil hablar de auténticos valores.
Si la muerte es el final absoluto de la existencia, entonces ninguna lucha en este mundo está justificada por sí misma, sino sólo por el placer o el capricho de librarla. No cabe denunciar a los tiranos que conducen las naciones en el nombre de la Justicia, pues no existen valores eternos que se hagan respetar en sí mismos, sino que toda justicia es un simple acuerdo ideológico entre los hombres y las sociedades.
Si a un hombre le matan a su familia, ¿por qué habría de indignarse? Un conjunto de células orgánicas que en cualquier caso, antes o después, habrían de acabar pudriéndose, ¿qué derecho a la existencia pueden reclamar?
El fuerte dispone de la existencia de los demás a su antojo, y todo es obra del azar, así que la Justicia no es sino un fantasma que el ser humano se inventa para ahuyentar su miedo a la nada.

En medio de toda esta ignorancia, el sabio busca el sentido de la vida conjugándolo con el sentido de la muerte, y así alcanza la Paz, en la sublime sabiduría que es la más simple de todas. El sabio no atesora porque no necesita huir de nada. No se encona contra aquél que le hace una injusticia, porque está de paso en este mundo. No se entrega sin medida a los placeres, no porque existan leyes que se lo prohíban, sino porque viste su espíritu con dignidad ya que sabe que le espera un banquete al cual ha sido invitado.
Éste es el sentido de la cuaresma.

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