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La fruta es tierna, jugosa, apetitosa. Dentro está la semilla, que es dura. Comemos la parte carnosa, tiramos la parte dura. De lo que hemos desechado nace un nuevo árbol capaz de hacer brotar cientos de frutas.
En la vida existe una parte jugosa que nos agrada y una parte dura que nos hace morir. Lo deleitoso es bueno, pero se consume y nos consume. Lo duro nos resulta difícil de aceptar, y sin embargo es lo que nos permite renacer y renovarnos en nosotros mismos, y dar siempre más y más fruto.
Hablando desde el espíritu, un desierto no es una extensión de tierra en la que no habita nadie. Hay un desierto terrible justo en medio de las sociedades más evolucionadas. Está lleno de cadáveres que corren de un lado para otro construyendo y destruyendo. Muerto el Amor, el espíritu se reseca, muerto el espíritu, los hombres corretean como figuras de cartón.
En mi propia casa viví muchos meses en un desierto. En mi vida ya no había ninguna parte jugosa en la que yo me pudiera deleitar. No veía a mi Padre, pero me acordaba de todo lo que me había dicho. Cuando el trueno calló, mi Padre me llevó a un lugar inefable en el que nunca antes había estado. Porque supe esperar.
Sólo el que sabe morir sabe vivir. El que sea capaz de renunciar a todo, nunca perderá nada.
La cuaresma es una invitación a entrar en el desierto, a darle todo su valor a la parte dura de la vida, la parte que no es deleitosa sino que es semilla de un fruto aun mucho más grande, de una Vida verdaderamente plena.
No hace falta caminar descalzo por explanadas de arena ni comer saltamontes.
Cada cual debe conocer la estancia de su interior, y debe descubrir el desierto en el que su alma siempre se niega a entrar, aun a sabiendas de que esconde el tesoro más grande que pueda encontrar dentro de su propio ser.
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