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El sentido de la cuaresma rebosa los límites del tiempo en el que se celebra. No siempre es cuaresma, en el Camino hay épocas de regocijo, risas y carcajadas que no significan culminación, lo mismo que un oasis no significa el final de un desierto.
Dios me da todo lo que le pido, y luego me lo vuelve a pedir Él a mí. Como hizo con Abraham. Pero Abraham no llegó a sacrificar a Isaac, y sin embargo muchas de las cosas que Dios me concede debo sacrificarlas por completo, hasta el fin. De lo contrario no existiría verdadera entrega. Y cuando he entregado lo que amaba, se abre un hueco de tristeza y desazón en mi interior, y ese hueco es una promesa nueva, de algo mucho más elevado. Luego ya no me acuerdo de lo que entregué, y doy gloria a Dios por lo que me ha concedido, pero vuelvo a caer en el mismo error, no soy capaz de entregar el nuevo obsequio en la fe de que algo aun más valioso habrá de llenar el vacío de mi renuncia.
No puedo pretender obtener de Dios algo realmente sublime si antes yo no renuncio a lo que amo en este mundo. Pienso dentro de mí: “Cuando yo reciba el obsequio del Cielo, entonces dejaré los entretenimientos del mundo.” Y puedo esperar el tiempo que quiera, que no recibiré nada. Porque no hay hueco dentro de mí que Dios pueda llenar. Nada realmente elevado puede añadirse a lo que ya está lleno y repleto. El hombre que pide obsequios del Cielo sin renunciar a las diversiones del mundo es lo mismo que una mujer que espera el amor de un hombre honesto mientras retoza con otro. Ese hombre nunca llegará.
La renuncia, el ayuno, la abstinencia de placeres, no es una forma de agradar a un Dios cruel que se recrea en la infelicidad humana, sino que es la manera de abrir un vacío en el interior del ser, un vacío que pueda ser llenado con una promesa sublime en el inmenso regocijo de que esta promesa nunca dejará de cumplirse.
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