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Cuando Dios le habla al hombre, y le habla al corazón, nunca le dice otra cosa sino lo que ya el hombre, desde antes de nacer, tenía impreso en su interior.
La ley de Moisés se caracterizaba por una cosa: No era una imposición irracional, no eran principios nuevos y sorprendentes para el pueblo hebreo. La ley de Moisés ya estaba impresa en el corazón del pueblo antes que en las tablas.
La Palabra de Dios, más que informarle al hombre de cosas que no conoce, lo que hace es horadar en su interior hasta sacar de él ese conocimiento que tuvo siempre, pero que se ha ido oscureciendo en el hecho de superponer poses, actitudes e ideas postizas que le alejan de la Verdad, pero que le permiten desenvolverse sin conflictos en una sociedad artificiosa.
Revelaciones informativas, sin ningún contenido espiritual, que permiten a unos hombres tener privilegios sobre otros, todas son sospechosas. Teorías antropológicas o cosmogónicas supuestamente reveladas por la divinidad, nada de esto tiene relación alguna con la acción de Dios en el ser humano.
Ninguna palabra que no haga vibrar el corazón del ser humano al ser escuchada viene de Dios.
Jesucristo no se esmeró nunca en hacerse entender con demasiada claridad. En realidad, la inteligencia racional puede llegar a ser un serio obstáculo para la verdadera comprensión de la Verdad eterna. El mayor delito de la razón es la soberbia: Lo que no quepa dentro de ella, lo que no se someta a ella, siempre será desechado y destruido.
Por eso no importa mucho que las palabras sean o no racionalmente inteligibles, lo importante es que salgan del corazón impulsadas por el Espíritu de la Verdad, y el que tenga oídos para oír, que oiga.
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