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Si al ídolo le pusiéramos otro nombre, sabríamos con certeza quién adora al ídolo y quién adora a Dios. Pero si al ídolo le llamamos “Dios”, ¿cómo saber donde está el verdadero creyente y dónde el idólatra? Decir “yo creo en Dios”, eso no significa absolutamente nada.
La fe en Dios es un descubrimiento que cambia al hombre de manera radical, le lleva a volver a nacer, a vivir el dolor de su propio parto, y la visión verdadera de un Reino de Luz. Una fe en Dios que no conlleva una transformación completa es pura idolatría.
Piensan que la conversión consiste en un cambio de idea: Si un ateo cambia la idea del no-Dios por la idea de Dios pero no cambia él mismo, es absolutamente indiferente que diga creer o que diga no creer, o que se haga llamar ateo o creyente.
Ya no se construyen becerros de metal, pero la idolatría del pueblo que sigue a Dios no es diferente a la de entonces. Existe un becerro incluso mucho más peligroso, que no tiene figura ni forma, ni está hecho de ningún material visible, dice llamarse “Dios” y anima a los hombres a encerrarse en grupos de “elegidos”, que poseen la verdad divina, y que miran al resto el mundo con paternalismo compasivo.
Esa idolatría que ha existido siempre, abunda en nuestro tiempo.
Hay, en efecto, un grupo de elegidos: Los que desprecian todo lo material y entregan su vida a una causa superior; los que viven para los demás, y no para ellos mismos, siguiendo el mensaje de solidaridad que Cristo predicó. Dios es Amor, así pues el Reino de Dios se edifica en la expresión sublime del Amor, que es la solidaridad hasta el extremo de la muerte.
Aquellos otros “elegidos” que dicen serlo sólo por pertenecer al “grupo verdadero” y por tener el conocimiento de la “verdad divina”, ésos son el ejemplo más claro de la idolatría de nuestro tiempo.
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