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Todos eran pecadores, pero sólo la adúltera, la que había sido acusada, se salvó.
El Reino de los Cielos es para pecadores. Si yo no fuera acusado, no recibiría el perdón; y el perdón es la puerta de entrada al Reino.
El hombre busca y encuentra la trascendencia al observar la ausencia de bondad en su ‘yo’ y en su vida. Por eso se deshace del ‘yo’ y no vive para sí mismo sino para los demás, y por eso aborrece su vida en este mundo y se proyecta hacia una Vida eterna.
Pero si las leyes justifican al hombre, entonces él puede verse bondadoso a sí mismo.
Un hombre que se crea bueno no puede tener relación ninguna con el mensaje cristiano. “Sé bueno y te salvarás”: esta idea no tiene ningún sentido trascendente. La salvación no es para el bueno, sino para el santo. Pero la bondad y la santidad son dos cosas muy distintas.
La bondad es un estado, la santidad en ningún caso es un estado, sino que es un impulso del ser. La bondad se complace en sí misma, pero la santidad se niega a sí misma.
Jesús agrupó a pecadores en torno a sí, y con ellos inició la labor de una predicación nueva.
El concepto religioso de “bondad”, que se complace en sí misma, es el que ha generado estas iglesias inertes, cumplidoras de ritos y de leyes, que sólo reconocen algunos de sus errores cuando ya es imposible disimularlos, pero incapaces de vivir el evangelio en esa continua revisión, en esa santidad dinámica, inconformista, que siempre va más lejos y siempre por delante del mundo. Al contrario, a rastras del mundo caminan muchas iglesias, porque no han comprendido el mensaje de Cristo.
El agua que fluye está siempre limpia, el agua estancada se pudre.
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