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10/04/2006

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la otra realidad

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La Verdad que transforma al mundo, que establece la Justicia y saca al hombre de la muerte para llevarlo hasta la plenitud que su corazón anhela, esa Verdad nunca podría ser un descubrimiento, siempre habrá de ser un acontecimiento.
Porque se pueden descubrir métodos, sistemas y técnicas para organizar el mundo, pero la injusticia y la muerte no es un problema de organización, sino que es una deficiencia que está dentro del propio ser humano. Establecer la Justicia y erradicar la muerte no es aplicar un método político o económico, es transformar desde lo más hondo al ser humano y llevarlo a renacer en una realidad donde la reina Justicia y la Paz, y donde la muerte ha sido desterrada.
Éste es el Reino de los Cielos. Y el acontecimiento de la Verdad es Jesucristo: La Verdad no llega volando del Cielo para llamar la atención del mundo y así poder llevarlo a un cambio en sus actitudes, sino que llega desde dentro: la Verdad se hace carne en un hombre, para que la transformación del ser humano sea posible, desde lo hondo de su ser.

Las organizaciones sociales encaminadas a establecer un orden necesitan de inspectores y guardianes, porque cualquier sistema social se corrompe si es dejado a merced de sus propias leyes. La semilla de la corrupción no está en los métodos, sino en el corazón humano.
Entonces la sociedad, como un aljibe agrietado, va perdiendo todo su contenido: Ya no es una convivencia en la que hay que prevenir excesos, es un conflicto en el que la competitividad y la insolidaridad han tomado el poder, y las leyes se desbordan y se multiplican para poder taponar las grietas del aljibe social.
La justicia humana siempre favorece a los poderosos, los jefes se enriquecen mientras que el pueblo cada vez piensa menos, dice menos, se aísla más. El pueblo se vuelve en contra del estado, y el estado en contra del pueblo. Pero si el pueblo llegara a tomar el poder, los abusos serían aun peores. Por eso no cabe esperar otra cosa que el derrumbamiento final.

La Verdad no es más grande porque sea más conocida. En un mundo enfermo de oscuridad, basta una sola llama de Luz verdadera, para que todo ya haya sido sanado.
La Verdad actúa de por sí, y dejada a merced de su Ley, que es el Amor, nunca se corrompe, sino que se extiende y crece revitalizándolo todo a su paso.
La Verdad se manifiesta nítida ante la resistencia que se le opone. La Cruz espanta al hombre, pues es el símbolo de la derrota, de la humillación, de la burla y de la muerte. ¿Cómo va la Cruz a liberar de la destrucción a la sociedad, si la Cruz es una destrucción aun más bochornosa? En este punto los intelectuales se pierden, y los sabios del mundo, cargados de sensatez, de sentido común y de inteligencia racional, sólo pueden deslizar una sonrisa de escepticismo, y poco más.
La ‘muerte’ es una palabra demasiado seria, y poder llegar a remontarla es una idea que provoca risas entre las gentes. Y la risa muchas veces es la pundonorosa expresión de la ignorancia y del pánico.

Tanto en los sistemas religiosos, que intentan establecer un orden basado en leyes divinas, como en los filosóficos y políticos, que lo intentan con mecanismos intelectuales, la semilla de la corrupción del ser humano siempre se hace presente, y las injusticias y los abusos terminan por echarlo todo por tierra.
Pero existe una realidad superior, que ni siquiera la espiritualidad por sí misma alcanza a ver, y que sólo puede ser concebida cuando se la ha visto. El verdadero cristianismo se mueve en esa otra realidad, donde lo material, que parece ser lo más fiable, pierde toda consistencia, y el espíritu, que en el mundo es intangible, se convierte en la base más sólida en la que un hombre se pueda apoyar.
Llegar a concebir esta otra realidad y afianzarse en ella no depende de ningún proceso de aprendizaje. Dios se hace presente en el hombre que le busca: Jesucristo abre los ojos de los ciegos. En su resurrección, Cristo abrió esta otra realidad y la hizo asequible al ser humano.
En esta otra realidad está la Justicia y la Paz incorruptibles, y el hombre lleno del Amor de Dios no muere nunca. No hay que extenderse mucho en palabras. El que tenga oídos para oír, que oiga.

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10/04/2006

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