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En una sala las paredes están cubiertas por cien retratos y una estantería con mil libros. Tanto los retratos como los libros son de Dios, su imagen y su Palabra. En la sala entran unos hombres y estudian detenidamente todos estos retratos y leen todos estos libros. Pasados los años salen y dicen: “nosotros conocemos a Dios”.
Un hombre desesperado no tiene tiempo de leer mil libros, ni tiene sosiego para observar detenidamente cien retratos. Un hombre desesperado ve la casa de Dios en el interior de su corazón, entra en ella y se abraza a su Padre.
Yo soy un cosmos dentro del cosmos. Dentro de mí están todas las leyes, las mismas leyes que están fuera. No necesito salir de mí mismo para conocer hasta la última estrella del universo.
Lo que veo fuera soy capaz de reconocerlo porque primero lo he visto dentro. Nada que venga del exterior puede enseñarme ninguna cosa que no exista ya dentro de mí.
Los estudiosos de retratos y libros no tienen ninguna autoridad sobre mí. No porque yo se la niegue, sino porque sus palabras no resuenan. Intentan separar mi ser del Ser.
A la eternidad pertenece aquello que permanece. Y no importa que sea grande o pequeño, que sea ostensible o que pase desapercibido. Lo que permanece se convierte en eje y centro de todo movimiento del universo. No existió el ser humano antes que su origen, ni las leyes que le anteceden pueden ser modificadas por él.
Permanecer no es obstinarse en unas ideas determinadas, no es agazaparse en unas consignas estáticas. Permanecer es descansar y dejarse caer en el eje del universo hasta verlo todo girar alrededor. El eje del universo es el Amor.
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