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Si camino por el campo y sigo una vereda, desde luego que no puedo esperar encontrar un lugar realmente virgen, pues si alguien trazó la vereda, necesariamente la tuvo que recorrer. Y después de él seguramente que otros muchos caminaron por ella.
Pero si me encuentro lejos de todas las veredas y de todas las indicaciones, quizá entonces la luz de una estrella pueda llevarme hasta un horizonte nuevo.
Siguiendo las veredas que ha trazado en mi interior la cultura en la que he sido educado, difícilmente voy a alcanzar algo realmente diferente de lo que otros ya han descrito. Y no se trata de lograr ningún éxito personal: El mundo en el que se me ha situado es extraño para mí, no existe ningún lugar que yo pueda identificar como mi patria. No quiero seguir las veredas de la normalidad que se me han impuesto.
No arrancaré con mis propias manos de mi corazón ningún brote de amor limpio, aunque los cánones sociales me miren con el entrecejo fruncido. El brote de amor que haya de vivir, que viva, y el que haya de morir de hambre, que al menos no sea yo quien lo mate. No habiendo yo obstruido la fuente del Amor en mi interior, todo se regenera en la Libertad que me permite trazar veredas nuevas en mi interior.
Las instituciones religiosas han trazado muchas veredas espirituales, y vemos a millares de personas que las recorren de un lado para otro. Tal vez muchos de ellos encuentren alimento nutritivo, pero no parece que ese entresijo de caminos sea la culminación de las promesas que ellos mismos predican. Mas, si fuera de los caminos de la ortodoxia sólo está la perdición, ¿qué esperanza nos queda a los extranjeros?
Fuera de las veredas de la ortodoxia los dirigentes pierden su poder, por eso muchas instituciones necesitan que todos
los caminos queden dentro de ella, para poder sostenerse. Los guardianes del orden espiritual no miran con buenos ojos a los trazadores de nuevas veredas. El amor que mana del corazón de un hombre es la fuente de su mayor fuerza, y también el punto más abierto y de máxima vulnerabilidad.
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