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Las puertas de la entrada principal están abiertas y no hay perros guardianes ni trampas. Sin embargo el dueño de la casa observa como los hombres saltan la valla, se esconden, y luego espían por las ventanas. No es culpa del dueño de la casa, es que los hombres no tienen intenciones claras, se sienten observados y por eso se esconden.
El dueño, observando a tantos hombres escondidos, sale de la casa y grita: “¡hablemos!”, y entonces de los escondrijos salen muchos hombres atemorizados, ocultan la cara para no ser reconocidos, y corren y saltan hacia el exterior. Les avergüenza que el dueño pueda percatarse de que ellos sentían curiosidad por su casa.
El que sabe lo que quiere se presenta él mismo, con la cara descubierta, en la entrada principal. Tiene la cabeza bien alta, con toda dignidad, y camina hacia el interior
de la casa. No tiene nada de qué avergonzarse, porque sus intenciones son honradas, y el dueño puede formularle cuantas preguntas desee, pues para todas hay respuesta.
Yo entro en mi casa y salgo de ella con entera libertad, y nadie supervisa las cosas que traigo o que me llevo afuera. Yo tengo mi trabajo, y lo que necesito lo tomo. Nadie puede llamarme la atención. Esa casa es mía, pero yo no la compré. Yo entré en ella con absoluta integridad en todo mi ser, y el dueño descubrió su paternidad para conmigo.
La esposa espía desde afuera la casa del esposo que la espera sin comprenderla. Se defiende de su propia casa porque se siente sucia, porque no sabe lo que quiere. Muestra toda su indiferencia cuando se siente descubierta y piensa que así salva su dignidad, con la distancia, y pierde el amor de su esposo y el calor de su hogar.
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