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Empuñan armas y se lanzan a la lucha. Consiguen someter a todos los que se les oponen y alcanzan la victoria. Entonces cesa la lucha.
Cuando ya no hay lucha, no hay impulso, sino sólo una preocupación por mantener la estabilidad. Ése es el tiempo de la venganza: Lo que antes había sido reprimido, ahora tiene la oportunidad de infiltrarse por entre los cimientos de la nueva edificación para destruirla. Porque el impulso ahora ha pasado del ganador al vencido.
En el mundo se lucha desde el exterior, y la victoria no significa otra cosa que una transformación de un orden de cosas, pero la realidad subyacente sigue siendo la misma.
Sin embargo existe una victoria que es integral, que no deja fisuras por donde pueda infiltrase el mal de la decadencia, porque no reprime unas cosas para realzar otras, sino que alcanza una realidad nueva en la que todo se transforma, sin menospreciar nada.
La victoria integral solamente se alcanza en la trascendencia, en la que no existe necesariamente una transformación del orden de las cosas, sino de la realidad interior.
Esta victoria integral no se manifiesta como la victoria del mundo, en la que se genera una tensión que acaba por desgastarse, sino que pasa primero por la derrota.
Nada auténtico alcanza su culminación si no es previamente derrotado.
En el amor humano, la culminación del encuentro es tanto más plena cuanto mayor haya sido el fracaso vivido en la lucha por la unión. Así sucede también en el Amor divino: Sin lucha no puede haber victoria, pero no cabe imaginar una culminación plena si no ha existido un paso oscuro por el profundo fracaso.
La imagen del derrotado no tiene ningún significado positivo para el mundo, y sin embargo, la derrota es una condición indispensable para alcanzar la victoria integral. Es necesario que la semilla caiga en tierra y muera para que dé fruto. Es necesario que el Amor sea aplastado para que el mundo trascienda a una realidad superior.
La lucha por alcanzar un mundo más justo mediante la solidaridad es el ideal común de todas las expresiones de auténtica espiritualidad, es el anhelo impreso a fuego en el corazón de cada ser humano. No es el resultado de unas cavilaciones, ni las consecuencias sacadas después de vivir determinadas experiencias espirituales.
Pero la victoria de la bondad en el mundo sin pasar previamente por la absoluta derrota significaría hacer de la imperfección, de la vejez, la enfermedad y la muerte, un hogar eterno. Asentada la bondad, el mal ya habrá preparado su banquete, pues la bondad implantada sin haber pasado por la derrota de la muerte es el alimento del mal.
Algunos creerán y otros no creerán en la persona de Jesús de Nazaret, pero su testimonio no tiene discusión posible: No se puede alcanzar un mundo de verdadera bondad reprimiendo, ni excluyendo, ni implantando a la fuerza normas y leyes, ni esparciendo policías que vigilen su mantenimiento. Porque el impulso subyacente de las fuerzas derrotadas es mucho más fuerte que cualquier situación inerte que sólo mira por su supervivencia. Para implantar un mundo de verdadera Justicia, es necesaria la trascendencia a otra realidad a través de la muerte: El Reino del Amor abierto por Jesucristo en su pasión, muerte y resurrección. La victoria integral del derrotado.
La lucha por la Paz de aquellos que sólo miran la victoria, aún apoyados en los ideales más nobles, es una lucha abocada al fracaso y a la frustración. En cada pequeña victoria se infiltra el mal que deshace el logro obtenido, y a la postre la desesperanza acaba por minar los corazones de los soldados de la Justicia.
La lucha por la Paz de los que permanecen en Jesucristo es una lucha predestinada al éxito final, porque nada es excluido, no existe resistencia al mal. Los luchadores saben que es necesario pasar por la derrota para que germine un mundo nuevo. Por eso no hay desesperanza, porque el éxito
llega en la trascendencia a una nueva realidad.
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