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La conversión es un acto de humildad en el que el ser humano renuncia a todas las construcciones ideológicas que ha realizado en su interior, lo deshace, lo desnuda, y acepta el retorno al Origen. En toda construcción, lo que está más abajo debe permanecer inmóvil para poder sostener a lo que está más arriba, y, cuando el interior es duro, el ser humano se preocupa más por defenderse del movimiento exterior que por emprender el Camino que conduce a un descubrimiento más pleno de la Verdad.
En la verdadera conversión, el ser humano rompe con lo estático, pone en duda el valor absoluto de muchos de los pilares en los que se había apoyado hasta entonces, y emprende una nueva andadura dejándose llevar por la verdad desnuda de su interior, sin soportes ideológicos añadidos. Tanto más profunda sea la conversión, tanto más lastre dogmático desaparecerá. No hay temor a desechar las cosas valiosas: Lo que en verdad es valioso resurgirá por sí mismo sin necesidad de que el hombre lo afiance.
Un hombre se puede convertir, una comunidad se puede convertir, pero una institución no se puede convertir. Las instituciones pueden evolucionar, siempre a rastras de las exigencias del mundo, siempre con mucho retraso a lo que la realidad impone, pero la conversión nunca la podrá aceptar, porque la institución es sólo un puro armazón que, si renuncia a la dureza interior, se desarma íntegramente. Por eso, por su propia inferioridad, la institución siempre se pone por encima del ser humano.
Sin conversión no puede haber Camino. Entonces aparece la gran contradicción: ¿Cómo es posible que una institución diga de sí misma que representa la Verdad del Cristo, si carece de lo más importante, que es la capacidad de conversión? Mientras los verdaderos ministros de la Verdad del Cielo caminan por delante, abriendo paso, cortando zarzas, tendiendo puentes, la institución eclesial va a rastras. Incluso el propio mundo materialista le lleva la delantera en muchos planteamientos.
No existen instituciones cristianas, existen hombres cristianos que se reúnen. No existen autoridades acreditadas por Dios en la cúpula de ninguna institución, existen verdaderos ministros que Dios escoge a voluntad, y, aparte, burócratas que cumplen una función puramente administrativa. La jerarquía eclesial responde a la idea de un dios estático y posesivo, que controla la procedencia de cada uno de sus ministros como si el verdadero ministerio dependiera de un hecho formal y no de una realidad espiritual.
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