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15/10/2006

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ciegos

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El que baja hasta el barranco se tropieza con la maleza y ya no puede ver el horizonte; entre sombras se abre paso, avanza muy lentamente guiado sólo por el rumor de la brisa; mientras no se levante una pared ni se abra un abismo, es necesario continuar aunque las esperanzas se debiliten. Pero los prudentes abandonan el barranco y suben a la montaña, desde la que siempre se puede divisar el horizonte; así comprueban continuamente que el camino que siguen es el correcto.

Cuando las esperanzas ya están agotadas, el hombre del barranco sigue avanzando guiado por el impulso original; ningún camino debe ser abandonado una vez que se haya emprendido, y, cumplido el tiempo, arranca el último arbusto y se hace la luz del horizonte: un camino llano y abierto. Pero los que subieron a la ladera se tropezaron con el abismo, y tuvieron que acampar allí; desandar el camino es humillante, avanzar es imposible: por ambos lados de la montaña se dispersan los prudentes.

El que ve su objetivo con sus propios ojos, nunca llegará a él, porque cuando el hombre controla por sí mismo su rumbo, siempre se engaña. Al que vive en la fe no le importa cruzar un barranco oscuro, porque cuando falla la visión, está el rumor de la brisa, y cuando la brisa no sopla, está la fuerza del impulso, que es la esencia de la propia fe. Ciegos son los que se obstinan en ver con sus propios ojos, los que no saben renunciar al control de sus actos. Ciegos: los que miden y limitan la fuerza del amor.

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