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13/11/2006

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hipocresía

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Luchar contra el mal que opera desde fuera es honroso, por eso los seres humanos prefieren proyectar en los demás el mal que no quieren ver dentro de ellos mismos, para luchar honorablemente sin tener que entrar en la humildad. Pero cuando el mal interior no está al descubierto, toda lucha se realiza desde la penumbra de las trincheras.
El hombre libre vive en la Luz, por eso no reprime nada de lo que brota desde su interior, porque todo tiene un sentido, una razón de ser. El que vive en la Luz no vive en la norma, sino en la autenticidad de su propia realidad. No se avergüenza de nada, porque todo lo que siente y hace obedece a un mismo principio y tiende a un mismo fin.

Pero el esclavo ha aprendido a esconderse para que la Luz no le delate. No puede mostrar sin avergonzarse su realidad interior, por eso la oculta e intenta embellecerla proyectándola fuera, en los demás, para poder así luchar contra su propia suciedad pero sin reconocerla. Siendo implacable pretende ser intachable ante los demás.
Miente, porque ve en su prójimo un mentiroso, traza estrategias contra su prójimo porque le ve como un estratega que hace planes contra él, se esconde y espía por una rendija porque se siente observado desde lo oculto, busca la forma de violar la intimidad de su prójimo antes de que éste viole la suya propia, porque su intimidad oculta maldad.

Al esclavo no le preocupa otro esclavo, aunque sea su enemigo, al esclavo le preocupa el hombre libre, el que no vive en la norma. Porque entre esclavos existe un acuerdo tácito: La única forma de protegerse de la Luz que ponga al descubierto la suciedad interior de cada uno, es no denunciar la suciedad interior del otro.
Al enemigo insolente se le tolera, pero al hombre libre se le mira con lupa, y aún comprobando que no hay dobleces en él, siempre se le pone a prueba en la esperanza de que en alguna de las trampas termine por caer. Porque un hombre libre es un peligro serio para una sociedad que vive confortablemente en el escondrijo de la norma.

No existe escuela más sofisticada para el teatro de los ropajes de normas que la religiosidad de las iglesias. La severidad de los religiosos para con la moral del mundo es exactamente la ausencia de moral que esconden, la pretensión de vivir fuera del mundo calibra exactamente su dependencia del dinero y de las riquezas materiales.
La basura que esconden las cúpulas de las iglesias cristianas en su interior es inconmensurablemente más abundante que la que ellas denuncian hacia el exterior. Bastaría una pequeña fisura en los ropajes de normas y preceptos para todo el sistema explotara y para que un mar de excrementos de hipocresía se desparramara.

Las iglesias cristianas son la escuela en la que se le enseña a los hombres a someterse a las normas: A pensar lo que no piensan, a sentir lo que no sienten, a luchar por lo que no creen, a defender aquello que les aplasta. Cuando han despojado al hombre de su identidad, entonces le dejan tranquilo y le ponen la etiqueta de “cristiano adulto”.
El hombre libre no inhibe sus sentimientos porque su interior está limpio, y de un interior limpio nunca puede brotar la mentira ni la traición. No piensa porque otros piensen, ni expresa nunca sentimientos inexistentes sólo para mostrar la realidad que los demás quieren ver en él, sino que muestra la suya propia sin avergonzarse.

Con máscaras de bondad que esconden alevosía, con sonrisas de tolerancia que enmascaran traición, los estrategas de las iglesias siembran trampas a la espera de atrapar al hombre libre. No soportan que las normas que les tiranizan a ellos, supuestos conocedores de verdades eternas, sin embargo sean dóciles al hombre libre.
La vileza que buscan en el hombre libre es la vileza que esconden en sus corazones. Si la encuentran fuera, ellos quedan a salvo en su escondrijo, pero si no la encuentran, entonces toda la inmundicia que rebosa en sus palacios quedaría al descubierto, y esto significaría el derrumbe de su integridad y su credibilidad ante el mundo.

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