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07/07/2007

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Para el mundo, los hombres que viven según el Espíritu están fuera de la realidad. Son lentos, dejan pasar las oportunidades de alcanzar situaciones favorables para la realización de sus proyectos. Les falta sentido práctico, por eso se les engaña con facilidad. Se enredan con ideales fantasiosos y desperdician tiempo y talento en faenas que jamás darán ningún resultado positivo. Por eso es necesario crear artificialmente circunstancias que les obligue a despertar, a abrir los ojos, para que se integren en la única realidad que existe: la realidad social, económica y afectiva, la realidad de los sentidos, y para que así puedan vivir la vida, mientras dure, y no desaprovecharla.

Por lo que cuentan textos antiguos, Jesús de Nazaret fue un personaje muy especial dentro de la historia de la humanidad. Su mensaje tenía mucha fuerza, a juzgar por la expansión del cristianismo después de su muerte. Pero él hablaba de un Reino, de un Espíritu de la Verdad, y eso el mundo no lo entiende. Existe una realidad tangible, social, económica y afectiva, que es la que es necesario transformar, porque un Reino que no es ostensible y un Espíritu que no se puede estudiar con la razón no tienen ninguna utilidad práctica. Lo que no es ostensible, tal vez exista, pero no es operativo. Y lo que no se puede analizar y racionalizar, tampoco se puede vincular a la realidad.

Por eso, la gente del mundo que se hace llamar cristiana, tiene la misión de ayudar a Jesucristo en su misión. No basta un Reino que no se puede ver, ni una Verdad espiritual que no se puede formular. Entonces crean artificialmente circunstancias que permitan integrar a Jesucristo en el mundo, para que consiga lo que él, por si sólo, jamás podría alcanzar con las solas herramientas de su mundo espiritual. De esta manera se le hace un favor, pues difícilmente, con sus meras palabras, podría llegar a transformar un mundo tan hundido en las pasiones, tan enredado en las ambiciones materiales, y tan sordo a las sutilezas de un Reino no ostensible y un Espíritu de la Verdad, intangibles.

A Jesucristo se le viste con trajes suntuosos para que llame la atención, como vestían y llamaban la atención los sacerdotes de su tiempo a los que él recriminaba. Se le sitúa en lugares de lujo, lugares inaccesibles para el vulgo, justo donde se situaban los sacerdotes a los que él denunciaba. Se utiliza su semblante martirizado en su pasión para que su sufrimiento sea ostensible, que es justamente el semblante que exhibían los fariseos cuando ayunaban y se sacrificaban para agradar a Yahvé, y que Jesús tomaba como ejemplo de lo que no se debía hacer. Se le intenta dar poder político, económico, social, que son exactamente los poderes a los que él jamás quiso acercarse.

Para el mundo representado por las iglesias cristianas en los poderes religiosos, el Jesús de Nazaret que derramaba amor y fidelidad no presenta una imagen operativa. Por eso han dado a las gentes la imagen de un Jesucristo seductor, que, como todos los seductores, inspira mucha desconfianza. Muy lejos del Jesús que invitaba a sus apóstoles a abandonarle si no querían escuchar y confiar en sus palabras, el Jesucristo seductor de las iglesias no deja escapar ni a uno solo de sus seguidores. Es la imagen de un Jesucristo que dice ir al monte de los olivos a orar, pero que en lugar de eso se esconde para espiar a Judas, y así atraparle urdiendo su traición y ponerle en evidencia.

Ese falso Jesucristo seductor y ostentoso, que ha inspirado e inspira tanta desconfianza, ¿quién es? ¿hablan de él las escrituras? Ese usurpador, que no lucha contra el mensaje cristiano desde fuera sino que se hace pasar por el mismo Cristo, ése es el que tiene el mayor poder destructivo, ése es el que puede esconder la entrada al Reino de Dios y puede alejar el Espíritu de los corazones de los hombres y mujeres que buscan la Verdad. Nunca la traición viene desde afuera. La mentira siempre se apoya en la verdad, para resultar convincente. Nunca el mal se desarrolla lejos de los que luchan por el bien. Nunca hay que buscar al enemigo fuera de las murallas de la ciudad, sino muy dentro.

Las iglesias ponen mucho empeño en transformar el mundo, pero el mundo no se transformará hasta que no se transformen ellas, hasta que abandonen al falso Cristo y acojan al verdadero Jesucristo que no hace ninguna ostentación de poder, sino que sólo da testimonio de entrega, hasta las últimas consecuencias; que no acepta verse arropado por ninguna institución social, sino que se vale exclusivamente del poder de la Verdad de su interior; que no urde sistemas de convicción para conseguir que las gentes le escuchen, sino que habla en parábolas y se expresa con símbolos. Que no pretende acaparar, sino que deja marchar a los que quieren, y acoge a todos los que le escuchan.

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