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25/10/2007

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bienaventuranzas

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En una sociedad de criminales reprimidos, donde los seres humanos se buscan unos a otros para desacreditarse y destruirse abriéndose así paso para medrar, los cumplidores de leyes parecen seres excepcionales. Sin embargo, para el Cielo, aquél que observa las leyes simplemente cumple con su obligación, no merece ni reproche ni alabanza. Cumplir con las leyes, tanto con la sociedad como con la propia la conciencia, no ha de considerarse un hecho meritorio, sino una obligación de todo ser vivo que pisa la tierra.

Todo hombre que cumple un cometido en la sociedad y que recibe un pago por su trabajo está obligado, sin gratificación añadida ni económica ni espiritual, a observar la ley vigente. Un político debe mirar al pueblo antes que a sus propios intereses. Son merecedores de reproche los que no lo hagan, pero el que lo hace, si recibe su salario, no hace nada extraordinario sino cumplir con la responsabilidad que le ha sido confiada. Alabar la honestidad es algo bueno, pero nunca confundirla con un hecho trascendente.

Ninguna bienaventuranza tiene bendiciones para los que hacen lo que tienen que hacer a cambio de un pago justo. Las bienaventuranzas van dirigidas a aquellos, que, de una manera u otra, no reciben ningún pago por lo que hacen. Para los perseguidos, para los que lloran, porque a ellos les es guardado el derecho del que han sido privados en el mundo. Para los mansos, que soportan la violencia sin responder con violencia. Para los que luchan por la Paz, porque éstos consumen su vida sin llegar a ver nunca los frutos.

Cristo no trajo un simple mensaje de honestidad, ni su Reino está construido sobre la base del cumplimiento de unas leyes. Las religiones luchan para que el pueblo integre unos valores que permitan la convivencia pacífica y respete el derecho a la vida; y esto es bueno. Pero el mensaje de Cristo está muy por encima de la simple honestidad: El que no sea capaz de renunciar real y sinceramente a su vida en su paso por el mundo, no la guardará, ni podrá aspirar a recuperarla en el hecho trascendente de la Justicia eterna.

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