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02/11/2007

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opresión

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Una religión que haya llegado a echar raíces profundas en un pueblo nunca es un invento humano. Todas las grandes religiones tienen un origen divino, en el sentido de que proceden de un auténtico hallazgo de la Verdad eterna del universo. Pero si un pueblo muestra una potencialidad creciente, tanto sea de orden material como de orden espiritual, inmediatamente surgen poderes sociales destinados a controlar esta fuerza y, a la postre, a canalizarla en beneficio de la clase social de los mandatarios. Entonces las religiones se corrompen y el pueblo pierde el norte de la luz, porque el hallazgo original ya habrá quedado escondido en medio de una masa de conceptos y preceptos postizos.

Las religiones cristianas no son ni más ni menos fidedignas que cualquier otra. Las instituciones se han encargado de velar el mensaje original y desviarlo hacia otros horizontes que siempre son los mismos: La beatería enfocada a determinadas figuras que puedan, mediante un ruego insistente, resolver los problemas mundanos o, por lo menos, hacerlos más llevaderos. La figura de Jesucristo que vino a encender un fuego, a enfrentar hermano contra hermano, y a romper la paz del mundo con el arma de su Paz, queda reducida a la imagen de un crucificado que inspira compasión y que hace más llevadera la opresión de un pueblo esclavizado por una clase pudiente que lo extorsiona.

A las instituciones religiosas cristianas no les importa mucho si determinadas prácticas de adoración a vírgenes y a santos, e incluso al mismo Jesucristo, son o no son acordes con el mensaje original. Lo que a las instituciones religiosas cristianas les importa es que el pueblo esté tranquilo, que no exista ningún temor de sublevación. Éste es el opio del pueblo. Nunca se ha visto y nunca se verá una denuncia arriesgada y contundente por parte de los poderes religiosos cristianos contra las clases ricas y poderosas que aplastan impunemente al pueblo, hecho que es absoluta e indiscutiblemente opuesto al mensaje de Jesucristo, sea cual fuere el fragmento evangélico que se quiera contemplar.

Un pueblo lleno del verdadero Espíritu de Cristo sería un pueblo con criterios propios y, en consecuencia, un pueblo con la Libertad del Espíritu, y esto sería muy peligroso para todos aquellos poderosos que se benefician de las clases humildes. Por eso se predica obediencia a los maestros jerarcas, a pesar de que Jesús dijo que no existe otro maestro que el Cristo; se predica esa falsa humildad que debilita al hombre haciéndole sentir siempre culpable e impidiéndole acciones enérgicas, cuando precisamente lo que Jesús quiso hacer entender es que, en su Espíritu, ya no hay culpas pendientes, y toda acción enérgica es lícita siempre que esté inspirada en el Amor y encaminada hacia la Justicia.

Al pueblo se le habla de un Reino venidero que se alcanza después de la muerte dejándose avasallar por las injusticias de los poderosos, como Jesús se dejó avasallar. Pero no se les habla del verdadero Reino que Jesús anunció, que está presente ya en el mundo, y que se ha de buscar en lo profundo del corazón. De esta manera el pueblo, aun pasando miserias, se conforma con unas palabras de espiritualidad debilitadas y desvirtuadas, un trozo de pan que, dicen, es el cuerpo de Cristo, mientras en las altas esferas eclesiales el dinero corre como un río caudaloso, y se piensa antes en invertirlo para lustre de la institución eclesial que para aliviar el sufrimiento de los oprimidos.

En los países ricos la espiritualidad ha sido suplantada por el consumo y la adoración al placer de lo inmediato, y ahí el papel de las religiones es irrelevante y llega a ser incluso grotesco. Porque no tiene sentido hablar de ideales trascendentes a un pueblo cuando este pueblo vive revolcándose en el lodazal de la satisfacción personal e insolidaria, y por otra parte a los poderes religiosos no les interesa inculcar valores de solidaridad activa y valiente, ya que ellos dan justamente el testimonio contrario. Se prodigan en documentos sobre el sexo, la familia, la vida, como si estos principios pudieran calar en el corazón por si solos, sin la fuerza del Amor manifestado en la lucha por la Justicia.

Las instituciones políticas siempre han oprimido al pueblo, lo dejan en la miseria para enriquecerse ellos. Si el pueblo no ha sabido o no ha querido reaccionar, eso obedece a su tendencia natural al acomodo, y la responsabilidad es, en último extremo, del propio pueblo que prefiere vivir en la inconsciencia y sin mayores complicaciones antes que arriesgarse a perderlo todo en la lucha por la justicia. Pero utilizar lo más sagrado del ser humano, su espíritu, donde reside su conexión con la divinidad, su conciencia, su aliento, su esperanza, su fuerza interior, para mantenerlo dócil y así poder extorsionarlo sin obstáculos, éste el mayor crimen contra la humanidad que se pueda cometer.

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