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28/11/2007

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la espada

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La humanidad, en todas las culturas y a través de la historia, siempre ha buscado sistemas ideológicos perfectos e inmutables, válidos para cualquier circunstancia y en cualquier aspecto, sea social o personal. Éste es el caso de los sistemas filosóficos que pretenden dar la visión correcta de toda la realidad cósmica, éste es también el caso de la ciencia que investiga sobre la materia y establece la credibilidad de sus principios con el calificativo de “científico”, y es también el caso de las religiones, que, apoyadas en investigaciones sobre supuestas revelaciones divinas, le intentan imponer al pueblo unos principios espirituales sobre la base de que estos principios son inmutables y eternos.

Las ideas construidas por la inteligencia humana necesitan ser aceptadas por una comunidad para asegurar su existencia. Si los hombres desechan las ideas, éstas mueren, porque no existen por sí mismas sino sólo en la mente humana. La creencia o el rechazo de los hombres es lo que hace que principios humanos puedan llegar a ser tenidos por verdaderos o falsos. De ahí que el consenso sea tan importante, y los ideólogos llegan a claudicar en determinadas posturas para que el número de personas que integren sus principios sea mayor. Aumentando el número de adeptos aseguran la perdurabilidad, porque son verdades que necesitan habitar en las mentes humanas para no desvanecerse.

La Verdad eterna es una realidad puramente espiritual, ni racional ni racionalizable. Ella, en sí misma, es inexpresable. Puede y debe encontrar vías racionales a través de las cuales sugerirse y comunicarse, pero nunca la razón, que es humana y material, puede encerrar algo superior a ella: Lo absoluto sólo existe en el Espíritu y todo lo racional es siempre relativo, y debe cambiar cuando su capacidad expresiva se desgasta y deja de resultar significativa. Por eso la pretensión de las religiones de que una doctrina, con sus principios y sus dogmas, sea inmutable y capaz de expresar la Verdad absoluta significa una seria contradicción racional y un grave desconocimiento de la realidad espiritual.

Cuando el hombre habla de sus propias ideas, las que ha fabricado en su mente, necesita de la aprobación de los demás para que todo no quede en una simple fantasía. Entonces para él será más importante que se le dé la razón que estar en la verdad. Porque no es el valor de lo que piensa sino la aceptación comunitaria lo que hace que estas ideas sean o no sean creíbles. Pero si un hombre no habla de lo que piensa, sino de lo que él ve con los ojos del Espíritu, entonces ya no busca la aceptación. Las palabras que hablan desde la Verdad del Espíritu siempre suscitarán el rechazo de los hombres, porque, si fueran capaces de comprender lo que está por encima de ellos, entonces ya lo estarían viendo.

La Verdad del Espíritu no se expresa para convencer a nadie, ni para captar adeptos a su causa, ni para cambiar las cosas a golpes de persuasión. La expresión de Verdad no es la Verdad misma, sino que es tan sólo una imagen visible de lo que no se puede ver. Su única función es la de discernir. Por eso Jesucristo decía: “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Es como una espada muy afilada que corta de un tajo y separa lo corrompido de lo sano sin hacer ningún daño a la vida. Todo parece seguir igual, como el pueblo judío tras la muerte de Jesucristo, pero la expresión de la Verdad es como una semilla muy pequeña que echa raíces en el Manantial del Agua de la Vida: Todo lo transforma.

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