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El Nombre de Jesucristo revuelve a la gente, tanto es así que hay ser precavido a la hora de pronunciarlo si no se quiere provocar una situación tensa.
A unos les revuelve interiormente porque les recuerda una educación religiosa traumática, llena de reproches, de miedos y de amenazas extremadamente crueles, tanto que impedían al ser humano tener un margen de libertad. Aquél que dijo “la Verdad os hará libres”, ése mismo ahora dice por boca de sus ministros que no existe otra verdad que las leyes que caen como losas sobre el ser humano para aplastarle, de manera que el ministro que se ensalza a sí mismo, sea también ensalzado por Dios, y el feligrés que se humilla, sea cien veces humillado por Dios.
A otros les revuelve el Nombre de Jesucristo porque les recuerda sus deudas pendientes y sus promesas incumplidas, les recuerda que un día dejaron el Camino de la autenticidad para tomar el atajo del capricho. A éstos no les gusta escuchar este Nombre, porque representa viejos amores, amores que reclamaban demasiada fidelidad porque
eran incondicionales y se entregaban en exceso. En cambio los nuevos amores pueden ser reemplazados sin cometer traición a ninguna causa.
El Nombre de Jesucristo no es el Nombre de un Dios, sino el de un hombre que hizo posible la plena presencia de Dios en la humanidad:
en su propio ser. No está llamado el ser humano a ser un imitador de los gestos de Jesucristo, ni mucho menos a recostarse y dormitar, como las muchachas necias, y dejarse salvar por una fe muerta. El testimonio de Jesucristo llama al ser humano a ser otro Cristo y a hacer obras aun mayores que las que hizo Jesús de Nazaret. Obras que no han de ser necesariamente los milagros vistosos, lo más atractivo de Jesús para los amantes de la prestidigitación, sino la obra serena del milagro escondido, la obra que no es ostensible, pero que permanece impresa en el cosmos hasta el fin de los tiempos.
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