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30/11/2006

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la divinidad

texto 9

No importan las limitaciones que un hombre pueda tener, basta que sea capaz de abrir una grieta entre su propio espíritu y el Espíritu divino para que todo su ser se ilumine y la Luz de su presencia y de sus actos resplandezca ante los demás. El que no ha sido capaz de abrir esa grieta debe hacer uso de sus propias reservas humanas, su memoria y su inteligencia, su agudeza, su listeza y sus conocimientos. Pero todas esas reservas se desgastan y se consumen al tiempo que se desgasta y se consume su propia vida. Pero el que ha sido capaz de abrir esa grieta, es como un aljibe conectado directamente al naciente de agua limpia: Sus reservas nunca se consumen.

La divinidad asoma con una pureza infinitamente mayor en el amor inconsistente de un niño que en el amor impetuoso y pertinaz de un hombre adulto, porque el hombre adulto ama con su propio amor, con sus reservas humanas, y mezcla la necesidad de poseer con el impulso de entregarse, mezcla la exclusividad del amor verdadero con la limitación de la libertad, mezcla su amor propio con la necesidad de sentirse amado. Pero cuando el niño ama no lo hace con su propio amor, porque un niño no tiene nada propio que pueda entregar a cambio de ninguna otra cosa, sino que el niño sólo puede amar con el Amor divino. Hasta que el mundo lo consiga desgajar del Origen.

El mundo valora más la inteligencia que al hombre, por eso lo encumbra por sus obras sin importarle su ser. Esto es como tener como más valioso el taller que al artesano. Pero lo cierto es que es infinitamente más valioso un hombre sencillo con buena voluntad que un hombre que haya alcanzado la cúspide de los honores ante el mundo, pero que haya actuado movido solamente por intereses personales. Donde están los dioses están los valores del pueblo, y los dioses de la cultura occidental son siempre el exponente del culto a la inteligencia y al protagonismo personal, que se contrapone al culto a la honestidad y a la autenticidad, que son valores eternos.

El milagro más grandioso se descubre en el hecho más insignificante. Ese dios que tiene que abrir en dos un mar para hacerse presente, ése es el dios de los que valoran más el hecho de hacerse notar que el hecho de ser auténtico. Si Dios necesitara abrir un mar en dos para salvar a un pueblo, ya no sería Dios. Para subir a los altares a un hombre la iglesia romana le exige tres milagros. Por eso los altares donde se le sitúa son los altares del culto humano, los altares de las cosas sorprendentes y del protagonismo. Pero el verdadero Dios no se exhibe con aspavientos ni se hace notar con hechos extravagantes. Si necesitara hacerlo, ya dejaría de ser Dios.

Cuando el mundo habla de Dios habla de una cosa, y cuando el hombre de espiritualidad verdadera habla de Dios, habla de otra cosa muy diferente. Cuando el mundo usa la palabra “amor” se refiere a cosas que son muy distantes, e incluso opuestas, a las que se refiere el hijo del Reino cuando hace uso de la palabra “Amor”. En las cosas pequeñas está la clave de la Verdad, en lo que parece que aún no está consolidado está el Fuego del Amor divino. Mientras el ser humano siga pensado en extravagancias al hablar de Dios, mientras lo busque en las cosas consolidadas, lo adorará y no conseguirá abrir ninguna grieta entre su espíritu y el Espíritu divino.

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30/11/2006

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